jueves, 31 de diciembre de 2009

Cuando el tiempo nos alcanza

La idea del fin de los tiempos nos ha acompañado desde el amanecer de la conciencia humana. El vacío del caos y la eternidad limitan el tiempo. A la nada del principio siguió el tiempo y nuestra obsesión por medirlo, parcelarlo, enjaularlo... y ponerle fin para dar paso a una nueva fase similar a los prolegómenos del principio: la eternidad. Por supuesto esta es la visión más o menos predominante en Occidente a partir de la perspectiva judeocristiana. Pero no siempre fue así.
Uno de los patrones culturales más recurrentes es el de la división del tiempo en épocas. Mesopotámicos, griegos, hindúes y mesoamericanos creían en sucesivas y cataclísmicas épocas, cada una peor a la anterior.
El poeta griego Hesíodo habla de cuatro eras “metálicas”: de la idílica de oro, regida por Saturno, hasta la de hierro dominada por la mezquindad de los hombres, pasando por una de plata y otra de bronce. En todas ellas, la soberbia de los hombres echaba a perder la felicidad.
La historia de los cuatro soles mesoamericanos se inscribe en esta tradición, mientras el pensamiento hinduista habla de cuatro yugas, donde también se percibe un paulatino descenso moral de la humanidad.
En términos relativos, el pensamiento judeocristiano se encuentra bajo un esquema lineal del tiempo, intervenido por una entidad sobrenatural: Dios, quien inventó el tiempo y con él la historia.
La escatología puede mover a risa en nuestros hipertecnificados días. Sin embargo, hemos trasplantado nuestros terrores metafísicos a las máquinas. El Y2K fue un buen ejemplo, y las visiones apocalípticas y milenaristas han estado ahí, y ya no se limitan a la sociedad occidental-
La medida del tiempo se vincula con lo sobrenatural, y por lo tanto con la intención de trascender la realidad sensible para alcanzar planos espirituales más elevados. A esta obsesión por medir el tiempo se ha sumado una no menos frecuente por establecer correlaciones numéricas: símbolos y signos ocultos en números mágicos o místicos.

martes, 29 de diciembre de 2009

Fin de año, ¿fin de vida?

“El miedo, en vida; en muerte, nada”
Oído a una mujer española de Getafe



Crepúsculo
La muerte siempre es una sorpresa. Nunca he visto un cortejo fúnebre con la totalidad de la gente vestida de negro: por aquí y por allá, como una desperdigada mancha cromática, como un lunar de luz iridiscente, va la gente vestida con colores vivos y hasta chillantes (por eso me dan risa las películas mexicanas que visten de riguroso luto a los personajes cuando hay un muerto: nunca somos tan solemnes). También me da mucha risa aquel lugar común que asegura que los mexicanos nos reímos de la muerte. No hay tal. En este caso, la irreverencia es una forma velada de miedo, de temor apenas encubierto. “No te alegres de la muerte de uno;/ acuérdate que todos moriremos”, nos advierte el Eclesiastés con ese tono entre admonitorio y represor tan propio del Dios iracundo del Antiguo Testamento.
He oído a más de uno decir que no teme a la muerte, pero confiesa su miedo al dolor. Heráclito ya había anticipado la insensatez de resistirse al ineludible fin: “los necios desean la vejez por miedo a la muerte”, sentencia el Oscuro. Como todo mito, tiene un sustrato de verdad, respaldado en la visión anticipada de los dolores de la vejez y de los estertores de la agonía: el tránsito último, el postrero y cansino estirón de la vida aferrada a sus últimas gotas nos agobia si no poseemos un espíritu tallado en granito. El miedo devora a las almas, se ha sentenciado en más de una ocasión.
No es casualidad que la tasa de suicidios se dispare en la temporada decembrina, justo cuando vienen los momentos de reflexión a propósito de lo realizado a lo largo del año. Mirar hacia atrás tiene sus consecuencias funestas: es el Síndrome de Orfeo: perdemos a Eurídice, la buena vida, por ver lo que va a nuestra espalda.
El atardecer de la vida es uno de los momentos más terribles para la conciencia humana. La sensación de finitud, unida a inevitables exámenes de contrición, vuelven pavorosa la idea de la muerte. El derrumbe físico a veces queda opacado por el alud espiritual cuando se echa un poco de luz sobre nuestra biografía; la sensación de ser proyectos inacabados nos demuele; arrasa al espíritu que vive sus últimos minutos. La hora de todos tan temida patenta al instinto de conservación grabado en nuestros genes generación tras generación desde hace eones.
“Piensa constantemente en la muerte para no temerla”, nos recomienda Séneca en De la brevedad de la vida. De estirpe genuinamente estoica, este escritor romano veía en la muerte un refugio en el cual descansaría de las vicisitudes de la vida. Un auténtico (y necesario) placer tematizado para enfrentar el horror de la desaparición física, de la finitud arrastrada desde el primer vagido.

Medianoche
La muerte es un instante incierto, semejante a la penumbra. Biológicamente, es la interrupción de la nutrición celular, lo que acarrea el colapso de todos los sistemas del organismo. Lo emocionante es que en los seres más complejos, como los humanos, la muerte viene programada genéticamente. En otras palabras, nuestras células portan un gen “suicida”, fijando así la duración de su existencia. Una vez terminada la actividad eléctrico-química del cerebro se puede hablar de muerte, aunque determinar ese fin no siempre es preciso. Los sistemas circulatorios del cerebro y de la médula espinal son independientes y la circulación de la aorta alcanza a irrigar la médula aunque el cerebro esté en estado de anoxia.
Por supuesto ahora es más difícil que ocurra un enterramiento prematuro, tema predilecto de los escritores góticos del siglo XIX (“El enterrado vivo”, de John Galt es un buen y conciso ejemplo; Edgar Allan Poe lo parodió en un acidísimo artículo, aunque también ensayó una variación del tema en el cuento “El entierro prematuro”, donde relata las angustias de un cataléptico).
La certeza de la muerte llega con la putrefacción. Se alcanza así la oscuridad plena, absoluta. Aquí el plano biológico se empareja con el antropológico. Qué hacer con el cadáver ha sido un dilema para la psique humana. Ya desde hace cien mil años los neandertales mostraban un tenue sentido de la mortalidad al enterrar a sus muertos. De entonces a la fecha el funeral se ha vuelto más complejo, hasta llegar a la banalidad. Por ejemplo, en Hong Kong es posible planear hasta el más mínimo detalle; agencias funerarias ofrecen auténticos paquetes post mortem, donde se incluye desde el columbario hasta la vestimenta y los acompañantes del cortejo fúnebre, e incluso ¡celulares y tarjetas de crédito para ser incinerados junto con el cuerpo! Todo por unos tres mil euros. Nunca dejamos de causar problemas.
Con la muerte y los ritos vinculados con el manejo del cadáver inicia nuestro retorno a la madre Tierra, convertida en el momento de la muerte en una paradójica mortaja nutricia: descompone la vida para mantener el ciclo, círculo imposible de romper. Sea con el enterramiento, la cremación o la simple putrefacción al aire libre, la naturaleza de encarga de reiniciar el proceso físico y químico de reintegración de elementos esenciales. La carne se vuelve polvo, y la conciencia se reduce a la memoria de los demás. Comienza así a latir el recuerdo de los fantasmas ancestrales.

Madrugada
Posterior al tratamiento de los cadáveres, queda la cuestión del culto a los muertos. Si bien no hay pruebas científicas que permitan confirmar una vida ultraterrena, nuestra obsesión por la permanencia nos ha hecho pergeñar las más elaboradas elucubraciones sobre una eventual “vida” después de la vida. “Nada en este mundo es perpetuo”, sostiene David Hume en De la inmortalidad del alma. Sin embargo, abre la puerta a la posibilidad de trascender el plano material para alcanzar una existencia plena con la Unidad.
Este argumento sostiene las conmemoraciones en memoria de
los muertos: la búsqueda de una vida paralela, y por lo tanto semejante, a la recién dejada. La muerte sólo es un tránsito, un instante para dar paso a una realidad mucho menos agobiante. Los muertos requieren de los vivos para existir, pero nunca se van del todo. “Lo que muere no desaparece del mundo”, afirmó Marco Aurelio en sus Confesiones muchos años antes de formularse el principio físico positivista sobre la conservación de la materia, y que afirma que nada se destruye ni se crea, sólo se transforma. Si, entonces, permanece aquí, lo hace para transformarse y dividirse en sus elementos básicos, remata el filósofo estoico, a quien los azares de la vida –esa absurda e infinita cadena de eventos incontrolables– los pusieron en la cima del poder político de su tiempo. Emperador filósofo –y estoico para mayor paradoja del destino– Marco Aurelio también en la muerte una liberación de los sufrimientos padecidos en este mundo. Sin llegar a los extremos del cristianismo, abogaba por una moderación virtuosa: obedecer a la razón y a la divinidad abría las puertas del gozo interior.
En tanto somos fruto de una conjunción de pequeños azares, nuestra memoria es frágil y corre el riesgo de ser borrada. Sólo nuestros descendientes más directos nos honrarán. Nadie aquí se acuerda de sus antepasados del siglo XVIII. Y sin embargo existieron, y en estricto respeto de las leyes de la genética, siguen latiendo en nosotros.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La Revolución y sus letras

La revuelta iniciada el 20 de noviembre de 1910 se reflejó con mayor o menor fortuna en el terreno de las artes, siendo la literatura y las artes plásticas donde germinaron sus mejores frutos.
Apenas levantada la tolvanera revolucionaria, aparecieron los primeros textos que reivindicaron las aspiraciones de los opositores al régimen porfirista.
Casi en el amanecer del movimiento aparece la novela Andrés Pérez, maderista, del prolífico Mariano Azuela, quien cuatro años después publicó Los de abajo, en un periódico de El Paso, Texas.
En 1929 aparece un título fundamental para lo que se ha dado en llamar la narrativa de la Revolución: La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, quien desde el exilio retrató las maniobras de Álvaro Obregón para perpetuarse en el poder.
Estas historias comparten una visión pesimista hacia el movimiento iniciado en 1910 y relanzado en 1913 contra el reaccionario Victoriano Huerta, asesino de Francisco I. Madero.
Otras narraciones recogen el mismo desencanto, como se advierte en el cuento “El llano en llamas”, de Juan Rulfo o los textos de José Rubén Romero, que aparecen en el mediodía del siglo XX, mientras que algunos retazos de la lucha se advierten en Pedro Páramo, también de Juan Rulfo.
De hecho, en esta última, la Revolución corre como un ciclorama, con su turba de maderistas, villistas, carranclanes y hasta cristeros, como atestigua el alzamiento del padre Rentería.
De Rafael F. Muñoz tenemos Vámonos con Pancho Villa, una auténtica radiografía del espíritu del Centauro del Norte, y quizás una de las obras más optimistas del género.
En un registro más irreverente y punzante, apoyado en un humor atroz y en una ironía aniquiladora, Jorge Ibargüengoitia entregó Los relámpagos de agosto, que aborda la última intentona subversiva, llamada la revolución de los ferrocarriles.
Esta última revuelta fue un intento por frenar la aparición del Partido Nacional Revolucionario, ideado por Plutarco Elías Calles.
Ibargüengoitia, que se paseó por los géneros más significativos de la mitad del siglo XX, como la novela de dictadores (Maten al león), la de denuncia social con tintes noir (Las muertas) y la propia novela de la Revolución (la ya citada Los relámpagos de agosto), es el que nos ofrece una lectura cáustica del movimiento armado, aderezada por la parodia y la sátira política.
Sus personajes son unos cuantos peleles, que actúan bajo los designios de una inteligencia maligna, la de Vidal Sánchez, versión literaria del ambicioso Calles.
Con esta ópera prima, Ibargüengoitia dejó constancia de su talento narrativo, pero sobre todo de su mirada mordaz.
Pero la visión más crítica y desencantada vino años más tarde, con la aparición de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, quien retrata a un oportunista que se aprovecha del movimiento armado para enriquecerse.
La novela significó el canto del cisne del género, aunque años más tarde el propio Fuentes trataría de darle nuevo aliento con la publicación de Gringo viejo, aunque esta historia carecía de altura épica.
Para cerrar este apretado recuento de letras y balas, debemos recordar a José Revueltas, a quien debemos una historia estrujante, cubista en la forma, pero existencialista en el planteamiento. Hablo de El luto humano, que muestra el rostro descarnado de una revolución domesticada, que movió todo y nada cambió.

sábado, 24 de octubre de 2009

Galileo

Un buen día
–no: una noche–
Galileo enterró su mirada
en la carne oscura del cosmos.

Y vio qué tan ciegos estábamos.

Allá afuera, como bailarinas de ballet,
los planetas, esos viejos errantes,
giraban
danzaban al son que les tocaba el Sol.

Guiados por una música oscura,
gravitacional,
que ya había intuido Pitágoras,
pero que el de Samos,
apenas pudo balbucir.

Música de las esferas.


Aquella pretérita noche,
con su estilete óptico,
Galileo trazó las calles
de nuestro vecindario solar.

Y supo de la terquedad del Sol
auriga de invisible mano
que guía firme sus caballos planetarios
–Newton, ese apostador contumaz,
hizo una fortuna yendo sobre seguro–

Con su escalpelo de redondo vidrio
Galileo diseccionó las entrañas de la Luna
y para tristeza de los poetas
y de los niños golosos
dio con la fatal verdad:
ni de plata ni de queso.
Sólo polvo
Y valles y montañas
Y algo que parecían mares
–ah, la líquida ilusión del agua­–
Dictaminó una Luna un poco menos poesía
Y un poco más prosa.
.


Poco a poco
como quien se acostumbra a la luz
con trémulo espíritu
Galileo cartografió este trozo de cosmos
apenas un avaro rincón
en el jardín galáctico;
pero donde brotan las flores
coronadas de aves.
Y donde día a día
nos damos amorosa muerte.

Pero nada.
Galileo ya no veía minucias:
la suya ya era la mirada del cíclope.

Y así vio que alrededor de Júpiter
ese planeta con ínfulas de estrella
orbitaba una diminuta corte de lunas,
cachorros siderales,
esféricas niñas abrazadas en una ronda cósmica
en torno a su olímpico padre.


Y Galileo quedó maravillado;
por un momento sin palabras.
Dio gracias al Creador por permitirle ver
los jardines astronómicos de su Obra
que era buena.

Y no supo qué decir,
qué pensar,
qué imaginar
ante los anillos de Saturno;
los imaginó –pensó, supuso– unos inmensos cuernos
que aparecían
y se borraban:
fantasmales;
una corona sobre la testa del testarudo planeta
esa inmensa bola de gas atormentado
–que, dicen, flotaría sobre el agua
si un océano capaz de abrazarlo hubiera–

Y un buen día
–ése sí–
Galileo se quedó ciego.
Pero ya lo había visto todo,
y en su memoria de silicio
con seguridad refulgían
los dorados caballos del sol
que un buen día
le habían derretido las resecas retinas.

viernes, 16 de octubre de 2009

Poe

Tell me what thy lordly name is on the Night's Plutonian shore!
'Quoth the raven, `Nevermore.'
“The Raven”



Edgar Allan Poe fue enterrado con toda pompa 160 años después de su muerte, acaecida en Baltimore. El detalle del entierro nada prematuro coincide con el bicentenario de su natalicio, ocurrido en Boston.
Tal vez ahora el espíritu de Poe descanse en paz, aunque se trata de una posibilidad remota: un alma atribulada como la suya difícilmente podría encontrar el reposo.
Nadie sabe qué mató al escritor.
Algunos dicen que en sus últimas horas de vida, mientras se consumía en una penosísima y terrible agonía, gritaba incesantemente una y otra vez el apellido “Reynolds”.
Lo que sí se sabe del caso es que Poe fue hallado a las afueras de una taberna, en lamentable estado, enfilado hacia la muerte.
Sobre su fallecimiento se barajan muchas hipótesis: exceso de mujeres y de alcohol en la sangre; rabia debida a la mordedura de un perro; la romántica tuberculosis; o una muy poco poética vinculada con el cólera.
Sin embargo, las notas necrológicas de los diarios afirmaban que el autor de “El cuervo” había fallecido debido a congestión cerebral, otra causa bastante prosaica.
Como quiera que haya sido, Poe murió prácticamente en la ruina, olvidado por casi todos y de una forma nada gloriosa.
La suya es un nuevo capítulo de la ingratitud de la vida hacia los escritores geniales.
Auténtico renovador de la ficción corta, poeta de abismos demenciales, apasionado en sus críticas y lúcido en su teorización literaria, Poe fue un autor poliédrico, que nos dejó textos fundamentales como “El gato negro”, “William Wilson” o “Un corazón delator”.
Es el padre del cuento moderno, decantándose por las historias de horror, locura y muerte, su literatura está erizada de narraciones de corte gótico, llena de penumbras y de desgarro, aunque también tuvo tiempo para incursionar en la ciencia ficción y hasta en el humor.
Su obra influyó en miles de escritores y ha reptado a otras artes, en particular el cine.
Muerto el 7 de octubre de 1849, sus honras fúnebres fueron modestas, por decir lo menos. Tan sólo siete, quizás diez personas asistieron a las exequias, que culminaron con el entierro de Poe en el cementerio de Westminster .
Ahora, a 160 años de su muerte, Baltimore decidió organizar un funeral en toda regla para este mítico autor de poemas y narraciones brillantemente oscuras.

viernes, 11 de septiembre de 2009

11-S. La historia resucitada

El siglo XXI se inauguró dramáticamente el martes 11 de septiembre de 2001.
Estupefactos, millones de televidentes acudimos al insólito espectáculo del ataque y caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Asomados a la ventana electrónica, contemplamos el paisaje en ruinas de la superpotencia atacada en su jardín principal.
Sintomático, simbólico, casi alegórico, el derrumbe en cámara lenta del World Trade Center supuso un hachazo al corazón financiero de los Estados Unidos.
La estela de violencia que había sacudido al siglo XX, volvía con la fuerza de un espectro que amenazaba con materializarse nuevamente.
Tras medio siglo de relativa paz mundial, alterada de manera ocasional por conflictos locales, como ocurrió en Corea, Vietnam y Afganistán, el mundo no había vuelto a oír de luchas a escala global.
Por otra parte, el derrumbe del socialismo real en 1989 dejó a los Estados Unidos como la única potencia mundial y al capitalismo como el sistema económico e ideológico dominante.
El mundo parecía encaminarse a un páramo uniforme, homogenizado.
Pero aquella mañana de martes, la historia, aparentemente condenada a ser clausurada, dio un sacudón cuyos efectos aún se sienten.
Más allá de las decenas de teorías conspirativas que han surgido en torno al 11-S, el ataque a las Torres Gemelas convulsionó al mundo.
Miles han muerto desde entonces, en una nueva polarización cuyos orígenes se remontan al siglo VII, cuando el emergente Islam atacó las vetustas y frágiles posiciones del Imperio Romano de Oriente, al que literalmente arrolló y devoró.
De entonces a la fecha, islamismo y cristianismos han conocido diferentes fases de lucha y convivencia, como lo demuestra la España de los siglos VIII al XV: espacio y tiempo de tolerancia y persecución; de fraternidad y de odios exterminadores.
Las Cruzadas quizás fueron el momento de mayor enfrentamiento basados puramente en razones religiosas, aunque los intereses económicos y políticos asomaron sus narices muy pronto.
La lucha desatada entre Occidente y el Islam en el alba del siglo XXI obedece a razones geopolíticas y estratégicas de dominación de los recursos energéticos, que las tierras del Medio Oriente guardan en su interior.
La lucha de civilizaciones, enunciada por Huntington, es sólo una fachada para ocultar la ambición de las sedientas compañías petroleras de Estados Unidos y Europa occidental, que ansían beberse los hidrocarburos que yacen bajo los ardientes desiertos de Irak, Irán y Afganistán.
El 11-S también dejó constancia de los poderosos mecanismos de manipulación, que pueden ser aprovechados para justificar una guerra como la de Irak. Y aunque un sector de la población reaccionó y se sumó a las multitudinarias marchas para detener la guerra, lo cierto es que la pasividad ha acabado por imponerse.
Pero además, el ataque supuso el desencadenamiento de la histeria en la sociedad estadounidense, atizada por la violencia amarillista de medios como Fox o USA Today. A los pasivos del 11-S hay que agregar el exacerbamiento de la xonofobia, en un país de por sí racista.
Sin embargo, la lección más permanente tiene que ver con la reactivación de la historia, entendida como un devenir inagotable, que transforma el espíritu humano, aunque de alguna manera le dio la razón a Clausewitz, quien veía en la guerra a la dínamo de la historia, al anclarse en una continuación de la política.
La historia ha resucitado, así sea para mal.

martes, 18 de agosto de 2009

Taller de Literatura

Antecedentes
La literatura es la forma verbal del arte. Como tal, implica un proceso creativo peculiar, que pone en marcha una serie de mecanismos que incluyen a la imaginación, la memoria, la evocación y la simbolización.
La literatura en sus diferentes géneros aspira a construir enunciados que signifiquen algo más de lo que dicen. Los escritores asumen una postura crítica ante la vida, que por otra parte es su principal fuente de alimentación, en tanto que en un texto literario es un compendio de sentimientos, sensaciones, emociones y valores humanos.
Un escritor suele vaciar en su obra no sólo su experiencia vital, sino la de aquellos que lo rodean, aunque también acostumbra acudir a su bagaje cultural para diseñar sus propuestas creativas.
En esta línea, un taller de literatura invita a sus integrantes a mirarse a sí mismos para obtener un cúmulo de vivencias que pudieran convertirse en temas literarios, pero también los incita a acercarse a los libros no sólo como una inspiración, sino como un modelo a seguir. Un taller de literatura suele formar a lectores atentos, profesionales en su ejercicio lectivo.


Objetivo
Los participantes en el Taller de Literatura realizarán una serie de lecturas, que les permitan conocer los cánones del arte verbal, que a su vez les facilitará el ejercicio creativo de la palabra escrita.
Asimismo, acudirán a su experiencia personal, como una herramienta de conocimiento vivencial que les permitirá acercarse al drama de la existencia humana.
El taller privilegiará a las obras y a los escritores del ámbito iberoamericano, incluyendo a autores regionales y locales, cuyas obras sean significativas o representen un hito en el arte verbal.


Metas
Al concluir el Taller, los participantes habrán redactado una serie de textos literarios, en los que expresarán su particular visión en torno al arte verbal.


Mecanismo de trabajo
Los asistentes al Taller de Literatura realizarán un conjunto de lecturas, a partir de las cuales advertirán las diferentes técnicas de escritura, en los distintos géneros que forman parte del arte verbal. La variedad de mecanismos les permitirá tener una panorámica sobre la creación literaria, con miras a la producción de sus propios textos. De esta manera, las sesiones se dividirán en dos partes:
a) Lectura y comentario de un texto escrito por algún autor que goce de reconocimiento.
b) Presentación, análisis y corrección de textos presentados por los asistentes al Taller.

Se propone la realización de dos sesiones a la semana, con cuatro horas de
duración en total, con la intención de iniciar a quienes tengan un interés en la creación literaria.

martes, 11 de agosto de 2009

Hiroshima

“Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia”, escribió Bob Caron tiempo después de que su avión, el Enola Gay, soltara una bomba atómica sobre Hiroshima.
Eras las 8 y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945.
Caron era el fotógrafo y artillero del aparato que habría de pasar a la historia universal del horror. Él fue el primer testigo presencial de los efectos que podía causar el artefacto diseñado por el Proyecto Manhattan.
Su relato asusta por la precisión quirúrgica, no exenta de cierta emoción.
“Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso”, refirió el soldado estadounidense.
Aquella misión le abriría las puertas a un miedo universal. La destrucción absoluta se materializaba en forma de furiosos átomos de uranio, que desgarraban, derribaban, reducían a escombros.
El hongo nuclear encarnó la fusión de todas nuestras pesadillas.
Los despojos humanos que sobrevivieron a las llamas y a la onda expansiva se convirtieron en símbolo descarnado de una época marcada por la barbarie tecnificada.
La bomba de Hiroshima significó la supremacía del mal por encima de las fuerzas creadoras; la radioactividad se convirtió en el símbolo de la desesperanza y no en el de una matriz dadora de vida.
Las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki fueron el corolario de una tendencia con siglos de acelerada evolución. Los miles de muertos que dejaron artefactos relativamente pequeños han sembrado la zozobra durante décadas.
Por años, un fantasma recorrió el mundo: el fantasma de la guerra nuclear. El antagonismo entre Estados Unidos y la Unión Soviética puso al planeta al borde de la aniquilación total en más de una ocasión.
Sin embargo, la desaparición del bloque comunista no significó el fin del miedo. Los halcones de la guerra no se han cansado de inventar conflictos y de alimentar la discordia, encadenando al mundo.
Esa mañana de agosto, se inauguró la Era Atómica, marcada por el horror y el delirio; la muerte y el absurdo.
Aún seguimos en ella.

domingo, 19 de julio de 2009

Deep deep blue

La melancolía, o bilis negra, como se llamó a este estado del alma en la Antigüedad, no se ha ido. Se mantiene aquí, a nuestro lado, batiendo el aire con sus alas grises, como aquel ángel de Durero.
Sin cambiar mucho de maquillaje, se ha instalado cómodamente en las urbes. Planea sobre la cabeza de las multitudes que se apelotonan en el metro, en un concierto o en un partido de fútbol.
Tras la euforia de la masa acecha la tristeza negra.
A diferencia de la angustia, donde no se sabe a dónde apuntar las baterías del miedo porque el causante es un fantasma, la melancolía nos sume en la tristeza por un exceso de lucidez: sabemos la distancia que nos separa de la felicidad.
Somos modernos Tántalos que por más que estiramos el brazo, el fruto se nos escurre con su líquida y fantasmagórica consistencia. La búsqueda de la felicidad es un asunto triste.
Nuestros días son ciclotímicos: las electrocardiografías del alma oscilan entre el optimismo de plástico y las geniales imposturas. Para enfrentar la desolación tenebrosa que planea sobre las grandes urbes, nos quedan los paraísos sintéticos y virtuales.
La manera de resolver el desconsuelo en la megalópolis suele transitar por el carril euforizante, y aunque es cierto que en ese sentido tampoco somos originales, lo novedoso radica en la artificialidad, en el deseo de apartarse de la naturaleza para entrar en los terrenos ocultos, desbrozados por la ciencia. Paraísos artificiales por partida doble.
Siendo el nuestro el siglo del desarraigo, la melancolía se expresa en la imagen de desamparo de Bill Murray con pantuflas y bata, escena magistral de ese himno a la soledad y la esperanza que es Lost in Translation, de Sofia Coppola; el personaje proyecta la tristeza, sentado en la cama de un hipertecnologizado hotel de Tokio, ciudad que expresa una de las tantas contradicciones culturales de nuestros tiempos.
Solos entre tantísima gente, clamamos por un poco de cariño, a la manera de Patrick Bateman, el psicópata americano que potencialmente todos llevan dentro. Niño perdido deviene en adulto irredento.
Cierro la puerta del desamparo recuperando las palabras de Wordsworth a propósito de la urbe industrial que se perfilaba en el amanecer del siglo XIX: “Entre los lugares próximos y congestionados de las ciudades, donde el corazón humano está enfermo”, ahí aletea el ángel de la melancolía.

jueves, 9 de julio de 2009

El Síndrome de Peter Pan

Todos hemos oído la historia de Peter Pan, el niño que no podía crecer. Así, atrapado perpetuamente en la infancia, se entregaba a un sinfín de aventuras.
Algo similar ocurre en la actualidad. El mundo se hace más pequeño, o se resiste a crecer. De la miniaturización al Síndrome de Peter Pan sólo hay una nanopartícula.
El acortamiento de palabras en el chat es otro rostro de esta tendencia económica a reducir, a mantener en estado mínimo. Ya lo dijo un clásico: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Así que para rendirle homenaje a la cita citable, esta colaboración ahorrará palabras, pero no perderá sentido.
Ahora que la economía se ha vuelto una palabra de uso común, démosle una buena aplicación. Economicemos, ahorremos, acortemos. Dejemos que tomen el poder los niños de 40 años, esos que se ahorraron una etapa de la vida: la madurez, y así tienen al mundo: uno de juguete, que se niega sistemáticamente a crecer.
Nadie puede negar que hay una tendencia global a mantenernos aferrados a nuestra infancia o, cuando mucho, a la pubertad. Y no sólo por los gestos exteriores, como la locura desatada por los gadgets (del iPod, a las notebooks, pasando por las consolas PSP o los celulares ultra slim: todo lo que sirva para jugar, para divertirse, para pasar el rato); no, más allá de eso, Peter Pan ha impuesto su fobia a la madurez: el mundo es gobernado por la primera generación de niños cuarentones. Y para muestra basta nuestro minipresidente.
Y es que la tendencia a la miniaturización habla de una obsesión por los mundos de juguete. Quizás así creamos que tenemos al mundo bajo nuestro control; tal vez se trate de nuestro afán de abarcarlo todo con una mirada. Probablemente de esa manera podamos considerarnos como un pequeño dios, malcriado y berrinchudo, que puede disponer a su antojo de todo lo que tiene a sus pies.
Un Dios-Niño aterrorizado por la posibilidad de crecer y de asumir responsabilidades. Porque ahora lo único que importa es el juego, pasarla bien, hacer del trabajo una diversión y reducirlo todo a sus mínimos componentes. Todo pequeño, todo reducido, todo acortado.
El juego y los juguetes han dejado de ser exclusivos de los niños, para ser utilizados por un número cada vez mayor de adultos que se niegan a aceptar su edad.
Así, en los centros comerciales y en tiendas exclusivas encontramos juguetes para adultos, no sólo eróticos, sino muñequitos de edición limitada para coleccionistas, que muchas de las veces nunca salen de la caja donde vienen empacados (lo que hace recordar a Pete el Apestoso, aquel juguete que aparece en Toy Story 2 y que nunca fue manejado por un niño).
De igual manera, se producen caricaturas para adultos, como Padre de familia, South Park o American Dad, cuya temática es básicamente para los “grandes” del hogar. A esto se suman cómics diseñados exclusivamente para adultos, como ocurre con Sin City, la saga creada por Frank Miller.
A darle al juego.

martes, 7 de julio de 2009

70 años de José Emilio Pacheco

José Emilio Pacheco es un delicado equilibrista de las palabras. Su vertiente poética se mantiene entre la pirotecnia verbal y la profundidad conceptual, entre la fascinación por la palabra y la contundencia de la sabiduría.
Nadie puede negar que la gran literatura, aquella que está llamada a trascender la fugaz inestabilidad del tiempo, es una lección de vida, una enseñanza que es fruto de una profunda reflexión sobre los avatares de la cotidianidad.
José Emilio Pacheco pertenece a una estirpe de escritores filósofos.
Y aunque su curiosidad literaria lo ha llevado a incursionar en varios géneros, es en la poesía donde ha rozado la perfección, y en la que aún se mantiene en activo.
El espectro poético de Pacheco es muy amplio. En sus libros pueden encontrarse formas clásicas, que no sólo respetan las normas de métrica y rima, sino también el constante ritmo, aquel que nos ha sido heredado desde los tiempos de Homero y Hesíodo.
A estos preciosismos formales, José Emilio ha agregado una intensidad lírica que muy pocos poetas españoamericanos han alcanzado, aunque también ha practicado el verso libre y el poema en prosa.
En cuanto a sus temas, atención aparte merece su peculiar zoología. Entre sus versos han volado mosquitos, rugido leones, nadado peces y muerto chanchos que se despiden de la vida entre chillidos de reproche.
Por supuesto también ha habido lugar para el amor, y en particular muchas palabras para homenajear con voz de piedra a la poliédrica ciudad de México, objeto de odios y de amores.
Hay también en sus versos una legión de poetas, como Jorge Manrique, Sor Juana Inés de la Cruz y Ramón López Velarde, con quienes se siente identificado, hermanos suyos en el gozoso infortunio de la palabra.
Esta fijación por la historia le da a su obra una profunda dimensión humana, con cierto toque nostálgico por un pasado que a veces se antoja mejor que el presente.
Y es que todo cabe en un poema sabiéndolo decir. Es una celebración de la palabra que cristaliza las ideas; las vuelve inteligibles, las materializa. No olvidemos que la poesía es una forma de conocimiento, que José Emilio Pacheco, en muchos de sus 70 años de vida, ha sabido cultivar.

viernes, 3 de julio de 2009

Ciertas mañanas

Leve
casi etérea,
apenas desplaza aire.

La luminosa espada de su silueta
se mueve,
de aquí
a
la cocina.

Flota.
Ángel
(no doméstico)
que camina
–casi no, realmente–

Imposible dejar de verla.

Vengo a aquí.
Gravito como una estrella moribunda
despeñándose
en caída libre
atrapado por la galaxia oscura de su cabellera
cascada celestial
que ella recoge y anuda en un rizo sideral,
de nebulosa, de estrella en formación.

De mañana en mañana
vengo hasta esta misma silla
–yo sí domestico: domesticado–
sólo para verla por unos minutos
–para escucharla: metálica, matinal–

Decir delicada es no hacer justicia a su verdadera naturaleza,
toda ella aire, aliento, bocanada.
Aaaaaaaaaaaaaaaaah.

Protegida por su aura.
Invisible escudo: tan ligero y resistente

(Me asusta, lobo yo rendido al cordero)

Camina de aquí a allá.
Sorteando olores,
moviéndose,
en una tersa y delicada estridencia
de metales y plásticos de cocina.

Ajena para siempre
parlotea,
discreta,
entre el barro y el peltre;
entre el acero y el plástico.

No la veo: sí la oigo.

¿Qué hace mientras se eclipsa de mi mirada: cruel pared?
Mientras se guarece entre la batería y el chorro de agua
–seguirá levitando–

Misterio.

Ahí está: leve, levísima. De vuelta. Con su mandil azul. Toda ella un hálito transparente: lleno de luz, traspasado por ella (estoy.) (Todo mundo sabe lo que soy: se me nota en la mirada turbia y franca). El metal (agudo) de su voz se desparrama, chisporrotea: libera luz, oxígeno; llena de vida la sincera cocina. Ángel pretérito y futuro. Tengo que huir, para oírme.

martes, 30 de junio de 2009

Juan Soriano y la invención zoológica

Desde hace casi dos años, una genealogía de animales de ensueño se pasea por las calles de la ciudad. Se trata de seres surgidos de la imaginación de Juan Soriano, que pronto entrarán a formar parte del Manual de zoología fantástica.
Las flamantes bestias se pasean por el centro histórico, tensos y paradójicamente inmóviles, aguardan atrapados en un tiempo de bronce.
Son las esculturas que forman parte de Juguetes de aire y tierra, serie entregada por Soriano al estado para llenar de imaginación los espacios públicos.
Su consumo social no sólo está garantizado, sino que es concomitante a su concepción: son obras plenamente públicas, que no pueden enjaularse en un museo.
En las piezas zoomorfas hay una actitud relajada, de seres a punto de emprender el camino. El “Gallo con bola” está presto a anunciar un día perpetuo y el “Pato caminando” pasea su ciega figura seguro de sus pasos: sabe a dónde se dirige.
O la voluminosa “Paloma” que mira altiva, escudriñando el infinito, con un aire a lo Fernando Botero, pero sin llegar al abigarramiento del artista colombiano. Una paloma que no es de la paz, sino del espíritu que deambula por la calle, una paloma de plaza pública, pero que se tensa para emprender el vuelo.
Renglón aparte se ubican las piezas no zoomorfas. Hay mucho de atavismo en su concepción. Cómo no pensar en un tótem cuando se ve la “Ofrenda II”, aunque también sugiere una atalaya conceptual, un desgarramiento de la mirada punzada por la luna creciente que corona la pieza.
Es un hueso que se incrusta en la fragilidad del aire, desgarrando su carne invisible; la ofrenda nos recuerda la necesidad de aplacar a la divinidad, de complacerla, de respetar sus designios y volverlos propicios.
Cuando parecía que el bronce había agotado su voz metálica, Soriano vino a insuflarle vida nueva. Herrero y alquimista a un tiempo, esta colección replantea el uso de un material que nos ha acompañado desde hace miles de años.
Soriano apunta hacia nuestro espíritu público, aquel que campeaba en la Atenas del siglo V o en la Tenochtitlán del XV. Las piezas rompen con la inercia individualista y claustrofóbica del museo y de la galería.
Llenas de luz o de lluvia; de sombras o de sol, están ahí, a la vista de todos, para recordarnos que el arte carece de sentido si no hay alguien que venga a completar el diálogo.

domingo, 28 de junio de 2009

Ese inmenso gozo llamado poder

El poder confirma la vocación destructiva de los seres humanos. Degrada. Aniquila. Da sentido. En algunos casos redime a quienes lo poseen y lo ejercen, aunque en la mayoría de los casos los envilece.
En su forma más pura y elemental, el poder es el placer máximo. Es el placer absoluto. Más allá sólo queda el recinto del no-ser, si se permiten una expresión vindicadora del absurdo.
El poder no es una vía: es el fin último. Su ejercicio brinda la mayor fuente de goce: mandar, ordenar, decidir, imponer, sólo son cuatro ángulos, los más visibles, los más apetecibles. Pero sobre ellos se impone la posibilidad de disfrutar, de paladear la satisfacción de estar por encima de la voluntad de los demás.
Desde un jefe de grupo en un salón de primaria, hasta el presidente de los Estados Unidos, a todos los intoxica el mismo veneno: el gozo del poder.
La debilidad ideológica de nuestros días se compensa y equilibra con la búsqueda del poder. Su obtención se ha vuelto obsesiva. Las flaquezas de la democracia permiten el juego sucio, el entrampamiento, la lucha desigual.

sábado, 27 de junio de 2009

Noche. Zeta

Lo primero que advirtió fue el olor a comida echada a perder. No era algo fétido, pero sí cosquilleaba en la nariz. Eso la hizo dudar. Tal era mejor volver sobre sus pasos, subir al auto y llegar a casa, donde Xavier la estaría esperando, quizás aún despierto, mirando el televisor.
Pero siguió adelante.
la curiosidad era más fuerte que el miedo...

Gomorra

Alberto Saviano saltó tumultuosamente a la fama con este libro. Y con ello cambió diametralmente su vida… para mal. Ahora no puede salir a la calle sin que lo acompañe un pelotón de policías secretos. Saviano es una celebridad acorde con nuestros tiempos violentos. (Insertar aquí fragmento del soundtrack de Pulp Fiction)
Gomorra es un valiente testimonio de la delincuencia organizada que corroe no sólo a Italia, sino al mundo entero.
La economía globalizada se encuentra infectada por un virus letal: el del dinero sucio, que se ha convertido en la columna vertebral del sistema financiero y económico.
Por haber descrito y denunciado esa realidad, Saviano ha sido sentenciado a muerte por la Camorra, esa banda delictiva napolitana que se ha convertido en la cadena que aprieta al sur de Italia. Por eso se ha convertido en una celebridad... para su mala fortuna.

viernes, 26 de junio de 2009

Nuestra pandilla

Richard Nixon es el judas de la política estadounidense. Hasta antes de la nefasta presidencia de George W. Bush, había sido el mandatario más escarnecido. De Los Simpson a Saturday Night Live, no había programa satírico que no hiciera guiñapo a Nixon. Ahora Bush ocupa ese poco honorífico cargo.
En la novela titulada Nuestra pandilla, Philip Roth, eterno candidato estadounidense al Premio Nobel de Literatura, destroza a Nixon, al que esconde bajo la piel del personaje ficticio Trick E. Dixon (Trick E. es un juego de palabras que se traduciría como Tramposito).
Roth traza las coordenadas de un alma chapucera y diabólicamente genial, quien, como una cobra, seducía e hipnotizaba a sus rivales.

jueves, 25 de junio de 2009

Milagros de vida, de J. G. Ballard

J. G. Ballard fue un escritor visionario. Dueño de una prosa poderosa, y que fluye con el ímpetu de un río de lava, la puso al servicio de la imaginación. La inmensa mayoría de sus novelas se ubica en la nebulosa tierra de la posibilidad.
Ballard fue el profeta de un futuro lleno de inmensas carreteras, de gente aislada en las habitaciones de su alma, de violencia suministradora de placer.
Ahora, a unos días de su muerte, ha salido a la luz Milagros de vida, el cual es el relato de su vida.
Ballard supo anticipar un futuro que se pasea aquí y ahora con pasaporte recién sellado. Con este libro, podemos asomarnos a la geografía de una vida intensa y coherente con una serie de principios.

martes, 23 de junio de 2009

El Día E

El español goza de buena salud. Ahora mismo, alrededor de 450 millones de personas se comunican en esta lengua por todo el mundo. Para destacar este detalle, el Instituto Cervantes, que es la entidad del gobierno de España para la difusión de su lengua oficial, festejó el pasado fin de semana el Día del Español, llamado simbólicamente El Día E.
Así, en los 73 centros del Instituto Cervantes, distribuidos a lo largo y ancho del planeta, se realizaron diversas actividades lúdicas y académicas para celebrar a una de las cinco lenguas más importantes por su densidad demográfica.
A este dato, la directora de la institución, Carmen Caffarel, añadió que el español –o castellano, es lo mismo– es la tercera lengua más usada en Internet, sólo por debajo del inglés y del chino.
Pero Cervantes y demás compañía de los Siglos de Oro pueden dormir tranquilos. El español también muestra un pujante ascenso poblacional, y su influencia está ciertamente marcada por la peculiar vecindad entre los Estados Unidos y México y el resto de españoamérica (la palabra es invención nuestra).
Los migrantes españoamericanos que viven por millones en la Unión Americana hacen de ese país el que registra el mayor número de hablantes de la lengua, por encima de México, que es el segundo en importancia y donde vive la cuarta parte de los practicantes del español. Curiosamente, España representa apenas diez por ciento del total, aunque se debe reconocer que en este reino lingüístico tampoco se pone el Sol, como soñara alguna vez el rey Felipe II.
Entre los divertimentos puestos en marcha por el Instituto Cervantes, destaca una lista de las diez palabras más votadas, encabezando la lista un argentinismo: malevo, que significa algo así como malandrín. Le siguen chapuza, albricias, malabarista, valentía, infamia, cariño, bregar, luz y abrazo.
¿Cuál es la favorita de ustedes?

lunes, 22 de junio de 2009

Un genio de la luz kinética. Christopher Doyle

Christopher Doyle es un genio de la luz. Sus encuadres se identifican de inmediato por la huella que imprime gracias a un sabio empleo de la iluminación. Su manejo de la luz sirve para imprimir un sentido narrativo a las historias de los directores con quienes ha trabajado. Cada uno de los trabajos que ha realizado se apoya en fuertes contrastes cromáticos y una peculiar belleza plástica.

De Ronald McDonald a The Joker. Un paseo por la vida trágica del payaso.

¿Quién dice que los payasos son felices? Si pensamos en el patetismo, nadie más autorizado que ellos para hablarnos de las crudezas cotidianas que nos enseña la vida. Hace casi medio siglo, Heinrich Böll, escritor alemán ganador del Premio Nobel, describió las desventuras de Hans Schnnier, un payaso cercano a los abismos vivenciales de Albert Camus.
En la novela Opiniones de un payaso se narra la fase de duelo que enfrenta Schnnier, quien ha sido abandonado por Marie, su mujer. Encerrado en un paréntesis existencial, el personaje encarna mejor que ningún otro la paradoja del payaso infeliz. Su rostro pintado es una fachada, así como su ropa estrafalaria, detalles acentuados por los zapatones que acostumbra ponerse y que forman la indumentaria habitual del payaso.
Y es que ellos representan la incapacidad humana de alcanzar la felicidad por medios propios. Les delegamos nuestra responsabilidad de hacernos reír, de sentirnos contentos, de vivir alegremente aunque sea de manera pasajera.
Un buen ejemplo de esta parálisis emocional la encontramos en los antiguos reyes, quienes necesitaban de una corte de bufones para estar alegres. El bufón tenía la durísima carga de arrancarle una carcajada al soberano, y en ello le iba la vida. Esta actitud confirma que nada, ni siquiera ejercer el poder absoluto, nos da la felicidad. Nuestra especie debería de llamarse homo sapiens melancholicus.

El espectro del payaso describe un arco dramáticamente trágico. Aquí he seleccionado dos de sus probables extremos: por un lado, la asesina hipocresía pintada de ingenuidad encarnada por Ronald McDonald; en el otro extremo he ubicado el sadismo beligerante y suicida pero declarado de The Joker.
Ronald representa la falsa estupidez detrás de su sonrisa bobalicona. En su mundo ultrapasteurizado, pero con bacterias E. coli escondidas en la carne de las hamburguesas, sólo cabe la felicidad absoluta de los billetes que no dejan de caer en las cajas registradoras de los restaurantes que se han extendido como plaga por el mundo. (Aún recuerdo el menú del McDonalds donde comí en Tanger, Marruecos: los condimentos eran aún más picantes que los chiles habaneros. Por el milagro de la multiplicación globalizada, es posible comer la misma bazofia no nutritiva en Shangai, París, Casablanca, Los Ángeles o la Zona Rosa).
El payaso de chillones colores es la cara amable de una trasnacional que acecha en las sombras, dispuesta a hincarnos el diente al menor descuido. La suya es la dinámica del consumismo desenfrenado, de la comida industrializada que alimenta a medias o de plano te destruye las tripas (y si no me creen, acuérdense del experimento de Morgan Spurlock, en Super Size Me).
En sentido estricto, Ronald McDonald es un payaso del mal, disfrazado con el maquillaje de la inocencia.
En el mismo plano, pero con una actitud nada hipócrita encontramos a The Joker. Él es el payaso asesino que no requiere de ningún poder sobrenatural para hacer el mal, como Pennywise, la criatura emergida de la pantanosa imaginación de Stephen King y que protagoniza la novela It.
El rostro del Joker está marcado por una mueca grotesca que no enmascara, sino que exhibe su verdadera personalidad. Nada falso hay en él, porque se nos revela continuamente. Nada oculta. Anda con el alma al aire. Y su crueldad lo hace feliz. La violencia gratuita lo reivindica. En medio de su aparente locura, opera con matemática frialdad y precisión. Eso es lo que nos aterra: que alguien tan loco sea capaz de ser tan consciente de lo que está haciendo. “Hay hombres que disfrutan cuando arde el mundo”, dice el ecuánime Alfred a propósito de un criminal parecido a The Joker.
El disparatado personaje encarnado por el ahora famosísimo Heath Ledger (sobre el muerto las coronas) es una potenciación de la capacidad destructiva del ser humano. Su violencia entrópica y completamente ciega es una metáfora de la conducta humana. “Sólo agrega un poco de anarquía y tendrás un perfecto caos”, sermonea en uno de los momentos álgidos de la historia.
Y tiene razón.
El suyo es el programa de la disgregación, del placer por la destrucción. Va más allá de la anarquía para instalarse plenamente en la anarquía. Es el mal en su más pura expresión, si tomamos en cuenta que por maldad se entiende el triunfo de la muerte sobre la vida; la anulación del ser como tal para dar paso a la nada. Sin náusea de por medio, con el perdón de Sartre.
Paradójicamente, El Joker encarnado por Ledger es nadie. Ha debido anular su anterior existencia para darle paso a esta nueva fase, plenamente destructiva. Ni siquiera las pruebas de DNA pueden confirmar su naturaleza. Será porque el mal no tiene código genético, si nos atenemos a lo que argumenta Santiago Genovés.
El mal es un camino que elegimos conscientemente. Y el Joker de Ledger, con su compulsiva lengua que recuerda el gesto de la Serpiente bíblica, es algo más que una tentación para transitar por el lado oscuro del camino. En su descargo, debemos aceptar que nunca tuvo alternativa, porque siempre supo de su maldad, de ahí la obsesión que tiene por contar la historia de sus cicatrices. Y ni siquiera la estancia en el Asilo Arkham podrá redimirlo. Es el Mal en estado puro.
Qué lejos están los tiempos en que uno se reía de la conducta estúpida del Guasón que salía en la versión sesentera de Batman, aunque acepto que todo en ese programa era de risa loca, particularmente la ñoñez del Dúo Dinámico. Nada que ver con la oscurísima versión que nos entregó Christopher Nolan.
De todos es sabido que Batman es el más torturado de los superhéroes, pero en la más reciente cinta de la franquicia, el hombre murciélago debió ceder el protagonismo a su más pura némesis: The Joker, el más violento de los supervillanos.
Ahora se cuenta que Jack Nicholson habló con Ledger para advertirle del riesgo que corría al encarnar al Joker. Nicholson le habría referido que una de sus más negras y duras etapas la había vivido después de haberle dado vida a ese personaje. Y eso que Nicholson no alcanzó las alturas demenciales de Ledger, quien acabó siendo devorado por el personaje.
Entre estos dos extremos (Ronald McDonald y The Joker) quiero tocar de pasada a Bob Patiño, el patológico bufón de Los Simpson, cuya misión en la vida consiste en reconocer la inteligencia de los niños. Enemigo de la estupidez de Krustie el Payaso, quien es la versión cínica de Ronald McDonald, Bob Patiño es un peculiar defensor de los pequeños, para los que exige una mejor calidad en los programas televisivos.
Su enfermiza obsesión lo lleva a tomar el sendero del crimen. No duda en inculpar a Krustie de un crimen que no cometió, con tal de sacarlo del aire y de esa manera impedir que siga envenenando la mente de los infantes. Sin embargo, Bob es devorado por su megalomanía, lo que expresa otro de los rostros anómalos del payaso, que encuentra en el maquillaje la máscara que exhibe al desnudo la infelicidad.
Dublín, Tlx


La caminata de la incertidumbre está por cumplir 105 años de existencia virtual. La cuasi mítica narración de las andanzas de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, los dos personajes protagónicos de Ulises, la más importante novela del escritor irlandés James Joyce, cumplirá el próximo martes 105 años de ser practicada en la memoria terrosa de la literatura.
Más allá de las categorizaciones pueriles de muchos críticos literarios, Ulises significó la reinvención de la novela. Su naturaleza fragmentaria, anclada en la continua introspección dio como resultado una secuencia no lineal, una suerte de zapping mental.
Dublín, 16 de junio de 1904. La capital irlandesa es un universo cerrado, autorregulado, autosuficiente, autónomo, aunque resiente los efectos gravitacionales de la capital del imperio: Londres. No acaba de zafarse de esa influencia nefasta, maligna. Los ingleses son como una plaga.
Pero Dublín es como un virus: puede entrar en suspensión temporal, hibernar, aguardar su momento para resurgir con todo su esplendor. No en balde los romanos llamaban a Irlanda con el mítico nombre de Hibernia, una verde isla feliz, llena de druidas.
Joyce aseguró que seguía más o menos fielmente el entramado de Homero. Así, Leopold Bloom sería Odiseo (o Ulises, es lo mismo) y Stephan Dedalus encarnaría a Telémaco. Pero sucede que aquí no se buscan, no al menos de una manera consciente.
El escritor opera en el nivel del mito, de las estructuras que muchos adquirimos: buscar al padre. Y de paso le dio lustre a un término muy usado en nuestros días: intertextualidad.
El salto continuo de una perspectiva interna a una exterior es turbulenta, provocadora. Hay un distanciamiento que puede anularse en cualquier instante: en la frase siguiente se puede volver a la conciencia del personaje: oír los latidos de su pensamiento. Dejarse llevar por su torrente mental.
Ulises es una radiografía del alma humana. Una historia espiritual de la literatura. Una geografía celeste de una ciudad que en aquel entonces no era más grande que nuestra Tlaxcala.
Joyce podía pasar por un bravucón de pub, por un esgrimista verbal, por un rencoroso burlón, un vengativo que practicaba el arte jíbaro de reducir cabezas enemigas.
Escupía al cielo, pero no se salpicaba. Se coincide en afirmar que su obra muestra una progresión: de Dublineses a Finnegans Wake hay un universo: el tránsito de la evolución narrativa: del génesis cervantino de la letra al armagedón joyciano del verbo. Y en el medio la revelación, la buena nueva: Ulises. El tiempo bajo el cual aún nos mantenemos: nuestro sol narrativo.
La narración de Joyce es una fotografía de la eternidad. La experimentación formal es un atentado dinamitero contra el tiempo. Se trata de una narración rota, de saltos cuánticos entre la conciencia de los personajes y la supuesta objetividad de un narrador omnisciente que juega a ser Dios o el diablo o un mensajero de los más recónditos pensamientos humanos.