viernes, 3 de julio de 2009

Ciertas mañanas

Leve
casi etérea,
apenas desplaza aire.

La luminosa espada de su silueta
se mueve,
de aquí
a
la cocina.

Flota.
Ángel
(no doméstico)
que camina
–casi no, realmente–

Imposible dejar de verla.

Vengo a aquí.
Gravito como una estrella moribunda
despeñándose
en caída libre
atrapado por la galaxia oscura de su cabellera
cascada celestial
que ella recoge y anuda en un rizo sideral,
de nebulosa, de estrella en formación.

De mañana en mañana
vengo hasta esta misma silla
–yo sí domestico: domesticado–
sólo para verla por unos minutos
–para escucharla: metálica, matinal–

Decir delicada es no hacer justicia a su verdadera naturaleza,
toda ella aire, aliento, bocanada.
Aaaaaaaaaaaaaaaaah.

Protegida por su aura.
Invisible escudo: tan ligero y resistente

(Me asusta, lobo yo rendido al cordero)

Camina de aquí a allá.
Sorteando olores,
moviéndose,
en una tersa y delicada estridencia
de metales y plásticos de cocina.

Ajena para siempre
parlotea,
discreta,
entre el barro y el peltre;
entre el acero y el plástico.

No la veo: sí la oigo.

¿Qué hace mientras se eclipsa de mi mirada: cruel pared?
Mientras se guarece entre la batería y el chorro de agua
–seguirá levitando–

Misterio.

Ahí está: leve, levísima. De vuelta. Con su mandil azul. Toda ella un hálito transparente: lleno de luz, traspasado por ella (estoy.) (Todo mundo sabe lo que soy: se me nota en la mirada turbia y franca). El metal (agudo) de su voz se desparrama, chisporrotea: libera luz, oxígeno; llena de vida la sincera cocina. Ángel pretérito y futuro. Tengo que huir, para oírme.

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