sábado, 28 de noviembre de 2009

La Revolución y sus letras

La revuelta iniciada el 20 de noviembre de 1910 se reflejó con mayor o menor fortuna en el terreno de las artes, siendo la literatura y las artes plásticas donde germinaron sus mejores frutos.
Apenas levantada la tolvanera revolucionaria, aparecieron los primeros textos que reivindicaron las aspiraciones de los opositores al régimen porfirista.
Casi en el amanecer del movimiento aparece la novela Andrés Pérez, maderista, del prolífico Mariano Azuela, quien cuatro años después publicó Los de abajo, en un periódico de El Paso, Texas.
En 1929 aparece un título fundamental para lo que se ha dado en llamar la narrativa de la Revolución: La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, quien desde el exilio retrató las maniobras de Álvaro Obregón para perpetuarse en el poder.
Estas historias comparten una visión pesimista hacia el movimiento iniciado en 1910 y relanzado en 1913 contra el reaccionario Victoriano Huerta, asesino de Francisco I. Madero.
Otras narraciones recogen el mismo desencanto, como se advierte en el cuento “El llano en llamas”, de Juan Rulfo o los textos de José Rubén Romero, que aparecen en el mediodía del siglo XX, mientras que algunos retazos de la lucha se advierten en Pedro Páramo, también de Juan Rulfo.
De hecho, en esta última, la Revolución corre como un ciclorama, con su turba de maderistas, villistas, carranclanes y hasta cristeros, como atestigua el alzamiento del padre Rentería.
De Rafael F. Muñoz tenemos Vámonos con Pancho Villa, una auténtica radiografía del espíritu del Centauro del Norte, y quizás una de las obras más optimistas del género.
En un registro más irreverente y punzante, apoyado en un humor atroz y en una ironía aniquiladora, Jorge Ibargüengoitia entregó Los relámpagos de agosto, que aborda la última intentona subversiva, llamada la revolución de los ferrocarriles.
Esta última revuelta fue un intento por frenar la aparición del Partido Nacional Revolucionario, ideado por Plutarco Elías Calles.
Ibargüengoitia, que se paseó por los géneros más significativos de la mitad del siglo XX, como la novela de dictadores (Maten al león), la de denuncia social con tintes noir (Las muertas) y la propia novela de la Revolución (la ya citada Los relámpagos de agosto), es el que nos ofrece una lectura cáustica del movimiento armado, aderezada por la parodia y la sátira política.
Sus personajes son unos cuantos peleles, que actúan bajo los designios de una inteligencia maligna, la de Vidal Sánchez, versión literaria del ambicioso Calles.
Con esta ópera prima, Ibargüengoitia dejó constancia de su talento narrativo, pero sobre todo de su mirada mordaz.
Pero la visión más crítica y desencantada vino años más tarde, con la aparición de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, quien retrata a un oportunista que se aprovecha del movimiento armado para enriquecerse.
La novela significó el canto del cisne del género, aunque años más tarde el propio Fuentes trataría de darle nuevo aliento con la publicación de Gringo viejo, aunque esta historia carecía de altura épica.
Para cerrar este apretado recuento de letras y balas, debemos recordar a José Revueltas, a quien debemos una historia estrujante, cubista en la forma, pero existencialista en el planteamiento. Hablo de El luto humano, que muestra el rostro descarnado de una revolución domesticada, que movió todo y nada cambió.