domingo, 10 de enero de 2010

Darwin

El jueves 24 de noviembre de 1859 apareció en Londres un libro que iba a sacudir de raíz a la sociedad entera. Se trataba de El origen de las especies, de Charles Darwin.
Darwin era un naturalista que se había ganado una firme posición en el ámbito científico inglés, pero con la publicación de esta obra lanzaba una teoría llamada a levantar la polémica.
El sabio inglés comprendía lo que sus ideas iban a ocasionar: un auténtico terremoto intelectual.
Darwin pertenecía a una acomodada familia victoriana. Su padre era médico, carrera que el joven Charles quiso seguir, aunque finalmente no lo hizo. Su segunda opción fue la eclesiástica, tomando en cuenta las ventajas que la iglesia anglicana ofrece a sus pastores.
Sin embargo, sus intereses y aficiones por la naturaleza lo empujaron por una ruta completamente distinta.
Entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, Darwin formó parte de la tripulación del barco Beagle, con el que completó una travesía alrededor del planeta.
La experiencia de aquel viaje iba a ser fundamental para el futuro científico, quien realizó detalladas observaciones de los sitios que visitó.
El recorrido le permitió advertir la amplia y compleja variedad de especies animales y vegetales, así como la rica diversidad cultural, a medida que iba conociendo diferentes grupos humanos.
Quedó fascinado, pero sobre todo se hizo muchas preguntas sobre esa riqueza que había visto.
Darwin empezó a dudar que los seres vivos fueran el resultado de un solo acto de creación, como se consignaba en el relato del Génesis. Empezó así un largo período de maduración de ideas, retomando propuestas del geólogo inglés Charles Lyell, del economista Thomas Robert Malthus y del sociólogo Herbert Spencer.
Así, combinando observaciones y reflexiones, preparó su postulado sobre la selección natural, entendido como un proceso que alienta pequeñas transformaciones en los seres, para hacer que se adapten a su entorno. Esos ajustes exitosos se transmitirían a las siguientes generaciones, garantizando su supervivencia.
En otras palabras, las especies evolucionaban.
La propuesta implicaba que los seres vivos se habían ido transformando a lo largo del tiempo. Eso hacía de lado la creencia de un acto único de creación. Se desechaba así la versión bíblica… y se desmontaba a Dios del mundo natural.
La reacción fue virulenta en contra del evolucionismo darwiniano. A pesar del ambiente inglés de apertura intelectual, la teoría tardó en ser reconocida como una alternativa científica y documentada.
Incluso en la actualidad hay una fiera resistencia a aceptarla. Sin embargo, la evidencia acumulada ha ido dando la razón a las ideas de Darwin, publicadas hace 150 años y que han revolucionado nuestra manera de comprender a la naturaleza.

lunes, 4 de enero de 2010

Otro año a la basura

Crisis. Las últimas dos generaciones de mexicanos hemos escuchado una y otra vez esta palabra: crisis.
Tras la debacle económica ocurrida en la recta final del sexenio de José López Portillo, el país no ha levantado la cabeza.
Ni siquiera el espejismo del salinato, con su maquillaje de cifras oficiales, fue capaz de sacar de la pobreza a millones de personas.
Ahora, en apenas tres años de la administración de Felipe Calderón, el número oficial de pobres se ha incrementado en al menos seis millones de mexicanos. Una cifra más que deberá agregarse al largo saldo negativo del presidente del empleo.
Ahí, en esa lista, están los 15 mil muertos de la guerra contra el crimen organizado. Tan sólo en 2009 hubo 7 mil 300 bajas, entre supuestos narcos, militares y población civil. Un muerto cada hora.
Simplemente espeluznante. Ni los conflictos en Afganistán y en Pakistán han tenido tantas muertes, a pesar de sus continuos bombazos y de los ataques de las milicias islamistas.
Aquí la sangre fluye lentamente, a un ritmo marcado, sostenido; es un goteo que de rato en rato abre el grifo de la espectacularidad, para ofrecernos combates en toda regla, con granadas y armas de alto poder. “Cuerno de chivo” es una palabra que ha echado raíces en el imaginario colectivo desde hace muchos años. Y definitivamente llegó para quedarse.
En esa lista de la muerte, hay que agregar a los cuatro familiares del tercer maestre de las fuerzas especiales de la Marina de México, Melquisedec Angulo Córdova, el marino fallecido en el operativo aplicado para atrapar a Arturo Beltrán Leyva, el auténtico Jefe de jefes.
¿Por qué resaltar solamente esos nombres? Pues muy sencillo: esos son los muertos del presidente Calderón, quien al intentar rendir homenaje al soldado abatido, cometió la estupidez de dar referencias del caído.
Sólo fue cuestión de horas para que un comando de sicarios cayera en la casa de la madre de Melquisedec Angulo, en el ejido Quintín Arauz, de Tabasco, para cobrar una mínima venganza.
Gracias, señor presidente, a ver cuándo nos presta a alguno de sus centenares de guardias presidenciales.

Tras una segunda bonanza de altos precios por el barril de petróleo, que nuevamente no fue aprovechada, nos enfilamos hacia una nueva etapa de estancamiento.
Como ocurrió en los años ochenta, el despilfarro y la corrupción han desvalijado al país.
El mejor ejemplo de este binomio se ha dado en Pemex. Desde la cirugía estética de la esposa de Raúl Muñoz Leos, quien fue director general de la paraestatal, hasta los 7 mil 800 millones de pesos entregados al sindicato petrolero encabezado por Carlos Romero Deschamps, Pemex ha servido como caja chica a todas las administraciones federales.
Según un propio reporte interno de la compañía, la corrupción le provoca un boquete de mil millones de pesos al año. Una bicoca.
Anclado e hipotecado el futuro del país a las reservas petroleras, tras la caída en picada de los precios ocurrida hace un par de años, padecimos un auténtico déjà vu. Esto ya lo vivimos y nadie hizo nada para impedirlo.
Para salir a flote, la única respuesta del gobierno federal, en complicidad con el PRI, fue la subida generalizada de precios. 1% por ciento al IVA, 3% a las telecomunicaciones, el ISR pasará de 28 a 30%, además de un par de gasolinazos decembrinos, aplicados en medio de las fiestas y que tendrán un necesario impacto inflacionario.
En definitiva, nos espera otro año de crisis, un año que se irá a la basura.

domingo, 3 de enero de 2010

Biología de la muerte

“Piensa constantemente en la muerte para no temerla”, nos recomienda Séneca en su obra De la brevedad de la vida. De estirpe genuinamente estoica, este escritor romano veía en la muerte un refugio en el cual descansaría de las vicisitudes de la vida.
Un auténtico (y necesario) placer tematizado para enfrentar el horror de la desaparición física, de la finitud arrastrada desde el primer llanto con que nos asomamos al mundo.
La muerte es un instante incierto, semejante a la penumbra. En términos biológicos, implica interrumpir la nutrición celular, lo que acarrea el colapso de todos los sistemas del organismo.
Lo emocionante es que en los seres más complejos, como los humanos, la muerte viene programada genéticamente. En otras palabras, nuestras células portan un gen “suicida”, fijando así la duración de su existencia.
Una vez terminada la actividad eléctrico-química del cerebro se puede hablar de muerte, aunque determinar ese fin no siempre es preciso. Los sistemas circulatorios del cerebro y de la médula espinal son independientes y la circulación de la aorta alcanza a irrigar la médula aunque el cerebro esté en estado de anoxia.
La certeza de la muerte llega con la putrefacción. Se alcanza así la oscuridad plena, absoluta. Aquí el plano biológico se empareja con el antropológico. Qué hacer con el cadáver ha sido un dilema para la psique humana.
Ya desde hace cien mil años los neandertales mostraban un tenue sentido de la mortalidad al enterrar a sus muertos. De entonces a la fecha el funeral se ha vuelto más complejo, hasta llegar a la banalidad.
Con la muerte y los ritos vinculados con el manejo del cadáver inicia nuestro retorno a la madre Tierra, convertida en el momento de la muerte en una paradójica mortaja nutricia: descompone la vida para mantener el ciclo, círculo imposible de romper.
Sea con el enterramiento, la cremación o la simple putrefacción al aire libre, la naturaleza se encarga del proceso físico y químico de reintegración de elementos esenciales.
La carne se vuelve polvo, olvido, nada, y la conciencia se reduce a la memoria de los demás.
Entonces comienza a latir el recuerdo de los fantasmas ancestrales.

sábado, 2 de enero de 2010

Otoño con supernova de fondo

Y entonces llega el otoño
Con su sol cansado
Esa luz que apenas ilumina, que no calienta, que se queda en una simple anécdota, un susurro, un rasguño.
En otoño, el sol apenas balbucea unas cuantas líneas de luz.
Se mueve paquidérmico sobre nuestras cabezas. Bosteza. Se estira. Arquea el lomo y se va a dormir temprano.
Quizás se ve algo aburrido, con su alma de hidrógeno que cada alquimista segundo trasmuta en dos átomos de helio.
Porque un día, el buen sol se hartará de todo.
Y dejará de respirar y se hinchará con todo ese helio que ahora mismo le crece como un cáncer estelar.
Y se convertirá en una estrella obesa y glotona, que se zampará de un bocado a Mercurio, esa roquita sedienta que gira como una loca pirinola, en la newtoniana danza constante del universo.
Y luego engullirá a Venus, nuestro invernadero sideral.
Pero para entonces, el Sol será un inmenso lunar rojo, que ya no cabrá en su faja fotónica y hará ¡pum!, escupiendo toda esa materia condesada.
Y así, una mañana, bajo un cielo que ya no será azul, sino quizás rosado o tal vez un poco más del cromo de la sangre, barrerá con lo que quede de la Tierra, nuestro prestado trozo esférico de hierro y níquel y silicio, que para entonces seguro sólo será un páramo; tal vez aquí y allá sobreviva una bacteria, un hongo patógeno aburrido de no matar a nadie.
Y lo que quede de vida se irá.
Y ya no habrá otoños como los de ahora, que dan ganas de saltar por la ventana o de arrojarse a las vías del tren (con perdón de Tolstoi).
Porque este sol ladino, que pega de costado, como dorado peón, que casi naufraga al medio día, con su luz tísica, es un sol para sentarse a llorar, para morderse los puños, porque nada pasa con él.
Se queda ahí parado, mirándonos con sus ojos de viejo, mientras nuestro planetita gira y gira.
Y no se pueden evitar las lágrimas, porque es un sol triste, que amenaza con abandonarlo todo, con dejarnos a oscuras, o peor aún, con taparse la nariz y dejar de respirar, como niño haciendo una rabieta, hasta que se ponga rojo, morado y estalle para florecer como una hermosa supernova, que se alcance a ver a millones de años luz, con su vestido de furiosos neutrones y sus cabellos de electrones erizados, una melena estelar que agitará descargas de rayos gamma, equis y demás sinfonías invisibles a nuestros limitados ojos de supuestos homo sapiens.
Y así hasta llegar a lo que quede de la Tierra
Tan poblado de fantasmas.

viernes, 1 de enero de 2010

Año equis

Nada. Sólo la nada. La terquedad de mantenerse frente al vacío que asfixia. El horror a la nada. La serpiente que se escurre entre las manos. Los dedos ciegos. El parpadeo que no cesa.
Una luz intermitente, que impide el paso de las palabras.
La persistencia, la terquedad que de nada sirve a estas alturas del sueño.
Echar el ancla. Detenerse.
El instante que se alarga, deforma al tiempo. Lo atrapa.
El río se detiene.
Inmóvil, el agua se vuelve espejo. Refleja una sombra que se escurre, se fragmenta y se rehace. Un colibrí suspenso. Un aleteo lentísimo.
¿Qué forma tiene un minuto?
La del agua que esculpe a la piedra, que la borra con su persistente blandura.