viernes, 18 de marzo de 2011

El cisne negro

El mal conduce al aniquilamiento, a la anulación del individuo, a la nada. Por lo tanto, se materializa a través de la muerte, de la desaparición física. El mal destruye en su oscuro parpadeo, en su fatal fugacidad.
Darren Aronofsky se encuentra en vías de canonización. Su más reciente película, El cisne negro, es un paseo por los parajes del mal. En éste, su quinto largometraje, construye un relato a partir de segmentos tomados de El lago de los cisnes, el ballet más conocido de Tchaikovsky, pero excava a profundidad en el tratamiento de la perversión y de la maldad como mecanismos destructores.
En el camino se asoma a las simas de la locura, y de los efectos que produce la afanosa y angustiante búsqueda de la perfección. Así, se adentra en el turbulento mundo de la danza clásica para mostrar la crueldad que en un momento dado puede fertilizar y dar a luz a la belleza; en el relato, se desprende que ésta se encuentra sembrada por la envidia y la vanidad, en un mundo altamente competitivo como es el del ballet de alta escuela. Nos arroja a la intimidad de un mundo cruel, dominado, marcado por la perpetua y despiadada competencia.
Pero por encima de todo, Aronofsky cuaja una pieza maestra teniendo al mal como eje. En clave de tragedia, nos muestra el paulatino aniquilamiento de Nina, la protagonista, atenazada por sus alucinaciones y por el afán de lograr la perfección; para alcanzar esas cimas, Nina debe cruzar por un sendero en ascuas que abrasa y destruye a quienes lo transitan. Es un camino empedrado por el dolor y que al final se resuelve en un simbólico salto al precipicio.
El cisne negro es un auténtico descenso a los infiernos de la belleza, si se me permite aproximar estos dos conceptos, como recientemente lo hiciera Roberto Saviano. A esto se debe agregar la relación que Nina sostiene con su madre, una ex bailarina de ballet que nunca pasó del cuerpo de baile y que busca la redención a través del triunfo de su hija. Desespera porque sus anhelos resquebrajados se materialicen.
Si bien Aronofsky no logra escapar al cliché de la madre castrante y frustrada, se sirve del tópico para insuflar a la protagonista la suficiente rebeldía para arrostrar a la madre, y de ahí catapultarla hacia su liberación, que incluye el redescubrimiento de su sexualidad, en un juego autoerótico que la despierta, pero que al mismo tiempo acelera su destrucción. Al liberarse, Nina se condena.
Con esta cinta, la quinta de su producción, nos presenta al lado femenino de Max, el protagonista de Pi, porque mientras aquel buscaba un patrón que regulara el caos de la existencia que permitiera predecir el devenir, Nina aspira a la perfección, aunque tenga que expurgar su espíritu para alcanzar la cima, sólo para precipitarse por la cuesta de la locura y acabar aniquilada, autoinmolada en aras de una ejecución perfecta y única, bella en su singularidad.
A todo esto se debe agregar una cámara libérrima persigue a los personajes, los acosa, los pone frente a nuestros ojos a través de su lente nervioso, que enfoca y desenfoca, como un latido inconexo, discontinuo, arrítmico, aderezado por un permanente graznido que sacude y hiela al mismo tiempo.
En este peregrinaje, Aronofsky da de bruces con la locura. Nos afronta a la realidad alterada por una mente dañada. Sabemos de la enfermedad de Nina y además somos capaces de compadecerla, porque muy en el fondo de algunos de nosotros hay un cisne negro a punto de desplegar sus alas para emprender el vuelo hacia el precipicio.