martes, 30 de junio de 2009

Juan Soriano y la invención zoológica

Desde hace casi dos años, una genealogía de animales de ensueño se pasea por las calles de la ciudad. Se trata de seres surgidos de la imaginación de Juan Soriano, que pronto entrarán a formar parte del Manual de zoología fantástica.
Las flamantes bestias se pasean por el centro histórico, tensos y paradójicamente inmóviles, aguardan atrapados en un tiempo de bronce.
Son las esculturas que forman parte de Juguetes de aire y tierra, serie entregada por Soriano al estado para llenar de imaginación los espacios públicos.
Su consumo social no sólo está garantizado, sino que es concomitante a su concepción: son obras plenamente públicas, que no pueden enjaularse en un museo.
En las piezas zoomorfas hay una actitud relajada, de seres a punto de emprender el camino. El “Gallo con bola” está presto a anunciar un día perpetuo y el “Pato caminando” pasea su ciega figura seguro de sus pasos: sabe a dónde se dirige.
O la voluminosa “Paloma” que mira altiva, escudriñando el infinito, con un aire a lo Fernando Botero, pero sin llegar al abigarramiento del artista colombiano. Una paloma que no es de la paz, sino del espíritu que deambula por la calle, una paloma de plaza pública, pero que se tensa para emprender el vuelo.
Renglón aparte se ubican las piezas no zoomorfas. Hay mucho de atavismo en su concepción. Cómo no pensar en un tótem cuando se ve la “Ofrenda II”, aunque también sugiere una atalaya conceptual, un desgarramiento de la mirada punzada por la luna creciente que corona la pieza.
Es un hueso que se incrusta en la fragilidad del aire, desgarrando su carne invisible; la ofrenda nos recuerda la necesidad de aplacar a la divinidad, de complacerla, de respetar sus designios y volverlos propicios.
Cuando parecía que el bronce había agotado su voz metálica, Soriano vino a insuflarle vida nueva. Herrero y alquimista a un tiempo, esta colección replantea el uso de un material que nos ha acompañado desde hace miles de años.
Soriano apunta hacia nuestro espíritu público, aquel que campeaba en la Atenas del siglo V o en la Tenochtitlán del XV. Las piezas rompen con la inercia individualista y claustrofóbica del museo y de la galería.
Llenas de luz o de lluvia; de sombras o de sol, están ahí, a la vista de todos, para recordarnos que el arte carece de sentido si no hay alguien que venga a completar el diálogo.

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