lunes, 22 de junio de 2009

Dublín, Tlx


La caminata de la incertidumbre está por cumplir 105 años de existencia virtual. La cuasi mítica narración de las andanzas de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, los dos personajes protagónicos de Ulises, la más importante novela del escritor irlandés James Joyce, cumplirá el próximo martes 105 años de ser practicada en la memoria terrosa de la literatura.
Más allá de las categorizaciones pueriles de muchos críticos literarios, Ulises significó la reinvención de la novela. Su naturaleza fragmentaria, anclada en la continua introspección dio como resultado una secuencia no lineal, una suerte de zapping mental.
Dublín, 16 de junio de 1904. La capital irlandesa es un universo cerrado, autorregulado, autosuficiente, autónomo, aunque resiente los efectos gravitacionales de la capital del imperio: Londres. No acaba de zafarse de esa influencia nefasta, maligna. Los ingleses son como una plaga.
Pero Dublín es como un virus: puede entrar en suspensión temporal, hibernar, aguardar su momento para resurgir con todo su esplendor. No en balde los romanos llamaban a Irlanda con el mítico nombre de Hibernia, una verde isla feliz, llena de druidas.
Joyce aseguró que seguía más o menos fielmente el entramado de Homero. Así, Leopold Bloom sería Odiseo (o Ulises, es lo mismo) y Stephan Dedalus encarnaría a Telémaco. Pero sucede que aquí no se buscan, no al menos de una manera consciente.
El escritor opera en el nivel del mito, de las estructuras que muchos adquirimos: buscar al padre. Y de paso le dio lustre a un término muy usado en nuestros días: intertextualidad.
El salto continuo de una perspectiva interna a una exterior es turbulenta, provocadora. Hay un distanciamiento que puede anularse en cualquier instante: en la frase siguiente se puede volver a la conciencia del personaje: oír los latidos de su pensamiento. Dejarse llevar por su torrente mental.
Ulises es una radiografía del alma humana. Una historia espiritual de la literatura. Una geografía celeste de una ciudad que en aquel entonces no era más grande que nuestra Tlaxcala.
Joyce podía pasar por un bravucón de pub, por un esgrimista verbal, por un rencoroso burlón, un vengativo que practicaba el arte jíbaro de reducir cabezas enemigas.
Escupía al cielo, pero no se salpicaba. Se coincide en afirmar que su obra muestra una progresión: de Dublineses a Finnegans Wake hay un universo: el tránsito de la evolución narrativa: del génesis cervantino de la letra al armagedón joyciano del verbo. Y en el medio la revelación, la buena nueva: Ulises. El tiempo bajo el cual aún nos mantenemos: nuestro sol narrativo.
La narración de Joyce es una fotografía de la eternidad. La experimentación formal es un atentado dinamitero contra el tiempo. Se trata de una narración rota, de saltos cuánticos entre la conciencia de los personajes y la supuesta objetividad de un narrador omnisciente que juega a ser Dios o el diablo o un mensajero de los más recónditos pensamientos humanos.

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