domingo, 28 de junio de 2009

Ese inmenso gozo llamado poder

El poder confirma la vocación destructiva de los seres humanos. Degrada. Aniquila. Da sentido. En algunos casos redime a quienes lo poseen y lo ejercen, aunque en la mayoría de los casos los envilece.
En su forma más pura y elemental, el poder es el placer máximo. Es el placer absoluto. Más allá sólo queda el recinto del no-ser, si se permiten una expresión vindicadora del absurdo.
El poder no es una vía: es el fin último. Su ejercicio brinda la mayor fuente de goce: mandar, ordenar, decidir, imponer, sólo son cuatro ángulos, los más visibles, los más apetecibles. Pero sobre ellos se impone la posibilidad de disfrutar, de paladear la satisfacción de estar por encima de la voluntad de los demás.
Desde un jefe de grupo en un salón de primaria, hasta el presidente de los Estados Unidos, a todos los intoxica el mismo veneno: el gozo del poder.
La debilidad ideológica de nuestros días se compensa y equilibra con la búsqueda del poder. Su obtención se ha vuelto obsesiva. Las flaquezas de la democracia permiten el juego sucio, el entrampamiento, la lucha desigual.

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