lunes, 22 de junio de 2009

De Ronald McDonald a The Joker. Un paseo por la vida trágica del payaso.

¿Quién dice que los payasos son felices? Si pensamos en el patetismo, nadie más autorizado que ellos para hablarnos de las crudezas cotidianas que nos enseña la vida. Hace casi medio siglo, Heinrich Böll, escritor alemán ganador del Premio Nobel, describió las desventuras de Hans Schnnier, un payaso cercano a los abismos vivenciales de Albert Camus.
En la novela Opiniones de un payaso se narra la fase de duelo que enfrenta Schnnier, quien ha sido abandonado por Marie, su mujer. Encerrado en un paréntesis existencial, el personaje encarna mejor que ningún otro la paradoja del payaso infeliz. Su rostro pintado es una fachada, así como su ropa estrafalaria, detalles acentuados por los zapatones que acostumbra ponerse y que forman la indumentaria habitual del payaso.
Y es que ellos representan la incapacidad humana de alcanzar la felicidad por medios propios. Les delegamos nuestra responsabilidad de hacernos reír, de sentirnos contentos, de vivir alegremente aunque sea de manera pasajera.
Un buen ejemplo de esta parálisis emocional la encontramos en los antiguos reyes, quienes necesitaban de una corte de bufones para estar alegres. El bufón tenía la durísima carga de arrancarle una carcajada al soberano, y en ello le iba la vida. Esta actitud confirma que nada, ni siquiera ejercer el poder absoluto, nos da la felicidad. Nuestra especie debería de llamarse homo sapiens melancholicus.

El espectro del payaso describe un arco dramáticamente trágico. Aquí he seleccionado dos de sus probables extremos: por un lado, la asesina hipocresía pintada de ingenuidad encarnada por Ronald McDonald; en el otro extremo he ubicado el sadismo beligerante y suicida pero declarado de The Joker.
Ronald representa la falsa estupidez detrás de su sonrisa bobalicona. En su mundo ultrapasteurizado, pero con bacterias E. coli escondidas en la carne de las hamburguesas, sólo cabe la felicidad absoluta de los billetes que no dejan de caer en las cajas registradoras de los restaurantes que se han extendido como plaga por el mundo. (Aún recuerdo el menú del McDonalds donde comí en Tanger, Marruecos: los condimentos eran aún más picantes que los chiles habaneros. Por el milagro de la multiplicación globalizada, es posible comer la misma bazofia no nutritiva en Shangai, París, Casablanca, Los Ángeles o la Zona Rosa).
El payaso de chillones colores es la cara amable de una trasnacional que acecha en las sombras, dispuesta a hincarnos el diente al menor descuido. La suya es la dinámica del consumismo desenfrenado, de la comida industrializada que alimenta a medias o de plano te destruye las tripas (y si no me creen, acuérdense del experimento de Morgan Spurlock, en Super Size Me).
En sentido estricto, Ronald McDonald es un payaso del mal, disfrazado con el maquillaje de la inocencia.
En el mismo plano, pero con una actitud nada hipócrita encontramos a The Joker. Él es el payaso asesino que no requiere de ningún poder sobrenatural para hacer el mal, como Pennywise, la criatura emergida de la pantanosa imaginación de Stephen King y que protagoniza la novela It.
El rostro del Joker está marcado por una mueca grotesca que no enmascara, sino que exhibe su verdadera personalidad. Nada falso hay en él, porque se nos revela continuamente. Nada oculta. Anda con el alma al aire. Y su crueldad lo hace feliz. La violencia gratuita lo reivindica. En medio de su aparente locura, opera con matemática frialdad y precisión. Eso es lo que nos aterra: que alguien tan loco sea capaz de ser tan consciente de lo que está haciendo. “Hay hombres que disfrutan cuando arde el mundo”, dice el ecuánime Alfred a propósito de un criminal parecido a The Joker.
El disparatado personaje encarnado por el ahora famosísimo Heath Ledger (sobre el muerto las coronas) es una potenciación de la capacidad destructiva del ser humano. Su violencia entrópica y completamente ciega es una metáfora de la conducta humana. “Sólo agrega un poco de anarquía y tendrás un perfecto caos”, sermonea en uno de los momentos álgidos de la historia.
Y tiene razón.
El suyo es el programa de la disgregación, del placer por la destrucción. Va más allá de la anarquía para instalarse plenamente en la anarquía. Es el mal en su más pura expresión, si tomamos en cuenta que por maldad se entiende el triunfo de la muerte sobre la vida; la anulación del ser como tal para dar paso a la nada. Sin náusea de por medio, con el perdón de Sartre.
Paradójicamente, El Joker encarnado por Ledger es nadie. Ha debido anular su anterior existencia para darle paso a esta nueva fase, plenamente destructiva. Ni siquiera las pruebas de DNA pueden confirmar su naturaleza. Será porque el mal no tiene código genético, si nos atenemos a lo que argumenta Santiago Genovés.
El mal es un camino que elegimos conscientemente. Y el Joker de Ledger, con su compulsiva lengua que recuerda el gesto de la Serpiente bíblica, es algo más que una tentación para transitar por el lado oscuro del camino. En su descargo, debemos aceptar que nunca tuvo alternativa, porque siempre supo de su maldad, de ahí la obsesión que tiene por contar la historia de sus cicatrices. Y ni siquiera la estancia en el Asilo Arkham podrá redimirlo. Es el Mal en estado puro.
Qué lejos están los tiempos en que uno se reía de la conducta estúpida del Guasón que salía en la versión sesentera de Batman, aunque acepto que todo en ese programa era de risa loca, particularmente la ñoñez del Dúo Dinámico. Nada que ver con la oscurísima versión que nos entregó Christopher Nolan.
De todos es sabido que Batman es el más torturado de los superhéroes, pero en la más reciente cinta de la franquicia, el hombre murciélago debió ceder el protagonismo a su más pura némesis: The Joker, el más violento de los supervillanos.
Ahora se cuenta que Jack Nicholson habló con Ledger para advertirle del riesgo que corría al encarnar al Joker. Nicholson le habría referido que una de sus más negras y duras etapas la había vivido después de haberle dado vida a ese personaje. Y eso que Nicholson no alcanzó las alturas demenciales de Ledger, quien acabó siendo devorado por el personaje.
Entre estos dos extremos (Ronald McDonald y The Joker) quiero tocar de pasada a Bob Patiño, el patológico bufón de Los Simpson, cuya misión en la vida consiste en reconocer la inteligencia de los niños. Enemigo de la estupidez de Krustie el Payaso, quien es la versión cínica de Ronald McDonald, Bob Patiño es un peculiar defensor de los pequeños, para los que exige una mejor calidad en los programas televisivos.
Su enfermiza obsesión lo lleva a tomar el sendero del crimen. No duda en inculpar a Krustie de un crimen que no cometió, con tal de sacarlo del aire y de esa manera impedir que siga envenenando la mente de los infantes. Sin embargo, Bob es devorado por su megalomanía, lo que expresa otro de los rostros anómalos del payaso, que encuentra en el maquillaje la máscara que exhibe al desnudo la infelicidad.

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