domingo, 19 de julio de 2009

Deep deep blue

La melancolía, o bilis negra, como se llamó a este estado del alma en la Antigüedad, no se ha ido. Se mantiene aquí, a nuestro lado, batiendo el aire con sus alas grises, como aquel ángel de Durero.
Sin cambiar mucho de maquillaje, se ha instalado cómodamente en las urbes. Planea sobre la cabeza de las multitudes que se apelotonan en el metro, en un concierto o en un partido de fútbol.
Tras la euforia de la masa acecha la tristeza negra.
A diferencia de la angustia, donde no se sabe a dónde apuntar las baterías del miedo porque el causante es un fantasma, la melancolía nos sume en la tristeza por un exceso de lucidez: sabemos la distancia que nos separa de la felicidad.
Somos modernos Tántalos que por más que estiramos el brazo, el fruto se nos escurre con su líquida y fantasmagórica consistencia. La búsqueda de la felicidad es un asunto triste.
Nuestros días son ciclotímicos: las electrocardiografías del alma oscilan entre el optimismo de plástico y las geniales imposturas. Para enfrentar la desolación tenebrosa que planea sobre las grandes urbes, nos quedan los paraísos sintéticos y virtuales.
La manera de resolver el desconsuelo en la megalópolis suele transitar por el carril euforizante, y aunque es cierto que en ese sentido tampoco somos originales, lo novedoso radica en la artificialidad, en el deseo de apartarse de la naturaleza para entrar en los terrenos ocultos, desbrozados por la ciencia. Paraísos artificiales por partida doble.
Siendo el nuestro el siglo del desarraigo, la melancolía se expresa en la imagen de desamparo de Bill Murray con pantuflas y bata, escena magistral de ese himno a la soledad y la esperanza que es Lost in Translation, de Sofia Coppola; el personaje proyecta la tristeza, sentado en la cama de un hipertecnologizado hotel de Tokio, ciudad que expresa una de las tantas contradicciones culturales de nuestros tiempos.
Solos entre tantísima gente, clamamos por un poco de cariño, a la manera de Patrick Bateman, el psicópata americano que potencialmente todos llevan dentro. Niño perdido deviene en adulto irredento.
Cierro la puerta del desamparo recuperando las palabras de Wordsworth a propósito de la urbe industrial que se perfilaba en el amanecer del siglo XIX: “Entre los lugares próximos y congestionados de las ciudades, donde el corazón humano está enfermo”, ahí aletea el ángel de la melancolía.

1 comentario:

  1. Exclamo: "¡Chinga!" o "Auch". Me llega, sufro de melancolía. Como muchos, como todos.

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