sábado, 24 de octubre de 2009

Galileo

Un buen día
–no: una noche–
Galileo enterró su mirada
en la carne oscura del cosmos.

Y vio qué tan ciegos estábamos.

Allá afuera, como bailarinas de ballet,
los planetas, esos viejos errantes,
giraban
danzaban al son que les tocaba el Sol.

Guiados por una música oscura,
gravitacional,
que ya había intuido Pitágoras,
pero que el de Samos,
apenas pudo balbucir.

Música de las esferas.


Aquella pretérita noche,
con su estilete óptico,
Galileo trazó las calles
de nuestro vecindario solar.

Y supo de la terquedad del Sol
auriga de invisible mano
que guía firme sus caballos planetarios
–Newton, ese apostador contumaz,
hizo una fortuna yendo sobre seguro–

Con su escalpelo de redondo vidrio
Galileo diseccionó las entrañas de la Luna
y para tristeza de los poetas
y de los niños golosos
dio con la fatal verdad:
ni de plata ni de queso.
Sólo polvo
Y valles y montañas
Y algo que parecían mares
–ah, la líquida ilusión del agua­–
Dictaminó una Luna un poco menos poesía
Y un poco más prosa.
.


Poco a poco
como quien se acostumbra a la luz
con trémulo espíritu
Galileo cartografió este trozo de cosmos
apenas un avaro rincón
en el jardín galáctico;
pero donde brotan las flores
coronadas de aves.
Y donde día a día
nos damos amorosa muerte.

Pero nada.
Galileo ya no veía minucias:
la suya ya era la mirada del cíclope.

Y así vio que alrededor de Júpiter
ese planeta con ínfulas de estrella
orbitaba una diminuta corte de lunas,
cachorros siderales,
esféricas niñas abrazadas en una ronda cósmica
en torno a su olímpico padre.


Y Galileo quedó maravillado;
por un momento sin palabras.
Dio gracias al Creador por permitirle ver
los jardines astronómicos de su Obra
que era buena.

Y no supo qué decir,
qué pensar,
qué imaginar
ante los anillos de Saturno;
los imaginó –pensó, supuso– unos inmensos cuernos
que aparecían
y se borraban:
fantasmales;
una corona sobre la testa del testarudo planeta
esa inmensa bola de gas atormentado
–que, dicen, flotaría sobre el agua
si un océano capaz de abrazarlo hubiera–

Y un buen día
–ése sí–
Galileo se quedó ciego.
Pero ya lo había visto todo,
y en su memoria de silicio
con seguridad refulgían
los dorados caballos del sol
que un buen día
le habían derretido las resecas retinas.

3 comentarios: