jueves, 31 de diciembre de 2009

Cuando el tiempo nos alcanza

La idea del fin de los tiempos nos ha acompañado desde el amanecer de la conciencia humana. El vacío del caos y la eternidad limitan el tiempo. A la nada del principio siguió el tiempo y nuestra obsesión por medirlo, parcelarlo, enjaularlo... y ponerle fin para dar paso a una nueva fase similar a los prolegómenos del principio: la eternidad. Por supuesto esta es la visión más o menos predominante en Occidente a partir de la perspectiva judeocristiana. Pero no siempre fue así.
Uno de los patrones culturales más recurrentes es el de la división del tiempo en épocas. Mesopotámicos, griegos, hindúes y mesoamericanos creían en sucesivas y cataclísmicas épocas, cada una peor a la anterior.
El poeta griego Hesíodo habla de cuatro eras “metálicas”: de la idílica de oro, regida por Saturno, hasta la de hierro dominada por la mezquindad de los hombres, pasando por una de plata y otra de bronce. En todas ellas, la soberbia de los hombres echaba a perder la felicidad.
La historia de los cuatro soles mesoamericanos se inscribe en esta tradición, mientras el pensamiento hinduista habla de cuatro yugas, donde también se percibe un paulatino descenso moral de la humanidad.
En términos relativos, el pensamiento judeocristiano se encuentra bajo un esquema lineal del tiempo, intervenido por una entidad sobrenatural: Dios, quien inventó el tiempo y con él la historia.
La escatología puede mover a risa en nuestros hipertecnificados días. Sin embargo, hemos trasplantado nuestros terrores metafísicos a las máquinas. El Y2K fue un buen ejemplo, y las visiones apocalípticas y milenaristas han estado ahí, y ya no se limitan a la sociedad occidental-
La medida del tiempo se vincula con lo sobrenatural, y por lo tanto con la intención de trascender la realidad sensible para alcanzar planos espirituales más elevados. A esta obsesión por medir el tiempo se ha sumado una no menos frecuente por establecer correlaciones numéricas: símbolos y signos ocultos en números mágicos o místicos.

martes, 29 de diciembre de 2009

Fin de año, ¿fin de vida?

“El miedo, en vida; en muerte, nada”
Oído a una mujer española de Getafe



Crepúsculo
La muerte siempre es una sorpresa. Nunca he visto un cortejo fúnebre con la totalidad de la gente vestida de negro: por aquí y por allá, como una desperdigada mancha cromática, como un lunar de luz iridiscente, va la gente vestida con colores vivos y hasta chillantes (por eso me dan risa las películas mexicanas que visten de riguroso luto a los personajes cuando hay un muerto: nunca somos tan solemnes). También me da mucha risa aquel lugar común que asegura que los mexicanos nos reímos de la muerte. No hay tal. En este caso, la irreverencia es una forma velada de miedo, de temor apenas encubierto. “No te alegres de la muerte de uno;/ acuérdate que todos moriremos”, nos advierte el Eclesiastés con ese tono entre admonitorio y represor tan propio del Dios iracundo del Antiguo Testamento.
He oído a más de uno decir que no teme a la muerte, pero confiesa su miedo al dolor. Heráclito ya había anticipado la insensatez de resistirse al ineludible fin: “los necios desean la vejez por miedo a la muerte”, sentencia el Oscuro. Como todo mito, tiene un sustrato de verdad, respaldado en la visión anticipada de los dolores de la vejez y de los estertores de la agonía: el tránsito último, el postrero y cansino estirón de la vida aferrada a sus últimas gotas nos agobia si no poseemos un espíritu tallado en granito. El miedo devora a las almas, se ha sentenciado en más de una ocasión.
No es casualidad que la tasa de suicidios se dispare en la temporada decembrina, justo cuando vienen los momentos de reflexión a propósito de lo realizado a lo largo del año. Mirar hacia atrás tiene sus consecuencias funestas: es el Síndrome de Orfeo: perdemos a Eurídice, la buena vida, por ver lo que va a nuestra espalda.
El atardecer de la vida es uno de los momentos más terribles para la conciencia humana. La sensación de finitud, unida a inevitables exámenes de contrición, vuelven pavorosa la idea de la muerte. El derrumbe físico a veces queda opacado por el alud espiritual cuando se echa un poco de luz sobre nuestra biografía; la sensación de ser proyectos inacabados nos demuele; arrasa al espíritu que vive sus últimos minutos. La hora de todos tan temida patenta al instinto de conservación grabado en nuestros genes generación tras generación desde hace eones.
“Piensa constantemente en la muerte para no temerla”, nos recomienda Séneca en De la brevedad de la vida. De estirpe genuinamente estoica, este escritor romano veía en la muerte un refugio en el cual descansaría de las vicisitudes de la vida. Un auténtico (y necesario) placer tematizado para enfrentar el horror de la desaparición física, de la finitud arrastrada desde el primer vagido.

Medianoche
La muerte es un instante incierto, semejante a la penumbra. Biológicamente, es la interrupción de la nutrición celular, lo que acarrea el colapso de todos los sistemas del organismo. Lo emocionante es que en los seres más complejos, como los humanos, la muerte viene programada genéticamente. En otras palabras, nuestras células portan un gen “suicida”, fijando así la duración de su existencia. Una vez terminada la actividad eléctrico-química del cerebro se puede hablar de muerte, aunque determinar ese fin no siempre es preciso. Los sistemas circulatorios del cerebro y de la médula espinal son independientes y la circulación de la aorta alcanza a irrigar la médula aunque el cerebro esté en estado de anoxia.
Por supuesto ahora es más difícil que ocurra un enterramiento prematuro, tema predilecto de los escritores góticos del siglo XIX (“El enterrado vivo”, de John Galt es un buen y conciso ejemplo; Edgar Allan Poe lo parodió en un acidísimo artículo, aunque también ensayó una variación del tema en el cuento “El entierro prematuro”, donde relata las angustias de un cataléptico).
La certeza de la muerte llega con la putrefacción. Se alcanza así la oscuridad plena, absoluta. Aquí el plano biológico se empareja con el antropológico. Qué hacer con el cadáver ha sido un dilema para la psique humana. Ya desde hace cien mil años los neandertales mostraban un tenue sentido de la mortalidad al enterrar a sus muertos. De entonces a la fecha el funeral se ha vuelto más complejo, hasta llegar a la banalidad. Por ejemplo, en Hong Kong es posible planear hasta el más mínimo detalle; agencias funerarias ofrecen auténticos paquetes post mortem, donde se incluye desde el columbario hasta la vestimenta y los acompañantes del cortejo fúnebre, e incluso ¡celulares y tarjetas de crédito para ser incinerados junto con el cuerpo! Todo por unos tres mil euros. Nunca dejamos de causar problemas.
Con la muerte y los ritos vinculados con el manejo del cadáver inicia nuestro retorno a la madre Tierra, convertida en el momento de la muerte en una paradójica mortaja nutricia: descompone la vida para mantener el ciclo, círculo imposible de romper. Sea con el enterramiento, la cremación o la simple putrefacción al aire libre, la naturaleza de encarga de reiniciar el proceso físico y químico de reintegración de elementos esenciales. La carne se vuelve polvo, y la conciencia se reduce a la memoria de los demás. Comienza así a latir el recuerdo de los fantasmas ancestrales.

Madrugada
Posterior al tratamiento de los cadáveres, queda la cuestión del culto a los muertos. Si bien no hay pruebas científicas que permitan confirmar una vida ultraterrena, nuestra obsesión por la permanencia nos ha hecho pergeñar las más elaboradas elucubraciones sobre una eventual “vida” después de la vida. “Nada en este mundo es perpetuo”, sostiene David Hume en De la inmortalidad del alma. Sin embargo, abre la puerta a la posibilidad de trascender el plano material para alcanzar una existencia plena con la Unidad.
Este argumento sostiene las conmemoraciones en memoria de
los muertos: la búsqueda de una vida paralela, y por lo tanto semejante, a la recién dejada. La muerte sólo es un tránsito, un instante para dar paso a una realidad mucho menos agobiante. Los muertos requieren de los vivos para existir, pero nunca se van del todo. “Lo que muere no desaparece del mundo”, afirmó Marco Aurelio en sus Confesiones muchos años antes de formularse el principio físico positivista sobre la conservación de la materia, y que afirma que nada se destruye ni se crea, sólo se transforma. Si, entonces, permanece aquí, lo hace para transformarse y dividirse en sus elementos básicos, remata el filósofo estoico, a quien los azares de la vida –esa absurda e infinita cadena de eventos incontrolables– los pusieron en la cima del poder político de su tiempo. Emperador filósofo –y estoico para mayor paradoja del destino– Marco Aurelio también en la muerte una liberación de los sufrimientos padecidos en este mundo. Sin llegar a los extremos del cristianismo, abogaba por una moderación virtuosa: obedecer a la razón y a la divinidad abría las puertas del gozo interior.
En tanto somos fruto de una conjunción de pequeños azares, nuestra memoria es frágil y corre el riesgo de ser borrada. Sólo nuestros descendientes más directos nos honrarán. Nadie aquí se acuerda de sus antepasados del siglo XVIII. Y sin embargo existieron, y en estricto respeto de las leyes de la genética, siguen latiendo en nosotros.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La Revolución y sus letras

La revuelta iniciada el 20 de noviembre de 1910 se reflejó con mayor o menor fortuna en el terreno de las artes, siendo la literatura y las artes plásticas donde germinaron sus mejores frutos.
Apenas levantada la tolvanera revolucionaria, aparecieron los primeros textos que reivindicaron las aspiraciones de los opositores al régimen porfirista.
Casi en el amanecer del movimiento aparece la novela Andrés Pérez, maderista, del prolífico Mariano Azuela, quien cuatro años después publicó Los de abajo, en un periódico de El Paso, Texas.
En 1929 aparece un título fundamental para lo que se ha dado en llamar la narrativa de la Revolución: La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, quien desde el exilio retrató las maniobras de Álvaro Obregón para perpetuarse en el poder.
Estas historias comparten una visión pesimista hacia el movimiento iniciado en 1910 y relanzado en 1913 contra el reaccionario Victoriano Huerta, asesino de Francisco I. Madero.
Otras narraciones recogen el mismo desencanto, como se advierte en el cuento “El llano en llamas”, de Juan Rulfo o los textos de José Rubén Romero, que aparecen en el mediodía del siglo XX, mientras que algunos retazos de la lucha se advierten en Pedro Páramo, también de Juan Rulfo.
De hecho, en esta última, la Revolución corre como un ciclorama, con su turba de maderistas, villistas, carranclanes y hasta cristeros, como atestigua el alzamiento del padre Rentería.
De Rafael F. Muñoz tenemos Vámonos con Pancho Villa, una auténtica radiografía del espíritu del Centauro del Norte, y quizás una de las obras más optimistas del género.
En un registro más irreverente y punzante, apoyado en un humor atroz y en una ironía aniquiladora, Jorge Ibargüengoitia entregó Los relámpagos de agosto, que aborda la última intentona subversiva, llamada la revolución de los ferrocarriles.
Esta última revuelta fue un intento por frenar la aparición del Partido Nacional Revolucionario, ideado por Plutarco Elías Calles.
Ibargüengoitia, que se paseó por los géneros más significativos de la mitad del siglo XX, como la novela de dictadores (Maten al león), la de denuncia social con tintes noir (Las muertas) y la propia novela de la Revolución (la ya citada Los relámpagos de agosto), es el que nos ofrece una lectura cáustica del movimiento armado, aderezada por la parodia y la sátira política.
Sus personajes son unos cuantos peleles, que actúan bajo los designios de una inteligencia maligna, la de Vidal Sánchez, versión literaria del ambicioso Calles.
Con esta ópera prima, Ibargüengoitia dejó constancia de su talento narrativo, pero sobre todo de su mirada mordaz.
Pero la visión más crítica y desencantada vino años más tarde, con la aparición de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, quien retrata a un oportunista que se aprovecha del movimiento armado para enriquecerse.
La novela significó el canto del cisne del género, aunque años más tarde el propio Fuentes trataría de darle nuevo aliento con la publicación de Gringo viejo, aunque esta historia carecía de altura épica.
Para cerrar este apretado recuento de letras y balas, debemos recordar a José Revueltas, a quien debemos una historia estrujante, cubista en la forma, pero existencialista en el planteamiento. Hablo de El luto humano, que muestra el rostro descarnado de una revolución domesticada, que movió todo y nada cambió.

sábado, 24 de octubre de 2009

Galileo

Un buen día
–no: una noche–
Galileo enterró su mirada
en la carne oscura del cosmos.

Y vio qué tan ciegos estábamos.

Allá afuera, como bailarinas de ballet,
los planetas, esos viejos errantes,
giraban
danzaban al son que les tocaba el Sol.

Guiados por una música oscura,
gravitacional,
que ya había intuido Pitágoras,
pero que el de Samos,
apenas pudo balbucir.

Música de las esferas.


Aquella pretérita noche,
con su estilete óptico,
Galileo trazó las calles
de nuestro vecindario solar.

Y supo de la terquedad del Sol
auriga de invisible mano
que guía firme sus caballos planetarios
–Newton, ese apostador contumaz,
hizo una fortuna yendo sobre seguro–

Con su escalpelo de redondo vidrio
Galileo diseccionó las entrañas de la Luna
y para tristeza de los poetas
y de los niños golosos
dio con la fatal verdad:
ni de plata ni de queso.
Sólo polvo
Y valles y montañas
Y algo que parecían mares
–ah, la líquida ilusión del agua­–
Dictaminó una Luna un poco menos poesía
Y un poco más prosa.
.


Poco a poco
como quien se acostumbra a la luz
con trémulo espíritu
Galileo cartografió este trozo de cosmos
apenas un avaro rincón
en el jardín galáctico;
pero donde brotan las flores
coronadas de aves.
Y donde día a día
nos damos amorosa muerte.

Pero nada.
Galileo ya no veía minucias:
la suya ya era la mirada del cíclope.

Y así vio que alrededor de Júpiter
ese planeta con ínfulas de estrella
orbitaba una diminuta corte de lunas,
cachorros siderales,
esféricas niñas abrazadas en una ronda cósmica
en torno a su olímpico padre.


Y Galileo quedó maravillado;
por un momento sin palabras.
Dio gracias al Creador por permitirle ver
los jardines astronómicos de su Obra
que era buena.

Y no supo qué decir,
qué pensar,
qué imaginar
ante los anillos de Saturno;
los imaginó –pensó, supuso– unos inmensos cuernos
que aparecían
y se borraban:
fantasmales;
una corona sobre la testa del testarudo planeta
esa inmensa bola de gas atormentado
–que, dicen, flotaría sobre el agua
si un océano capaz de abrazarlo hubiera–

Y un buen día
–ése sí–
Galileo se quedó ciego.
Pero ya lo había visto todo,
y en su memoria de silicio
con seguridad refulgían
los dorados caballos del sol
que un buen día
le habían derretido las resecas retinas.

viernes, 16 de octubre de 2009

Poe

Tell me what thy lordly name is on the Night's Plutonian shore!
'Quoth the raven, `Nevermore.'
“The Raven”



Edgar Allan Poe fue enterrado con toda pompa 160 años después de su muerte, acaecida en Baltimore. El detalle del entierro nada prematuro coincide con el bicentenario de su natalicio, ocurrido en Boston.
Tal vez ahora el espíritu de Poe descanse en paz, aunque se trata de una posibilidad remota: un alma atribulada como la suya difícilmente podría encontrar el reposo.
Nadie sabe qué mató al escritor.
Algunos dicen que en sus últimas horas de vida, mientras se consumía en una penosísima y terrible agonía, gritaba incesantemente una y otra vez el apellido “Reynolds”.
Lo que sí se sabe del caso es que Poe fue hallado a las afueras de una taberna, en lamentable estado, enfilado hacia la muerte.
Sobre su fallecimiento se barajan muchas hipótesis: exceso de mujeres y de alcohol en la sangre; rabia debida a la mordedura de un perro; la romántica tuberculosis; o una muy poco poética vinculada con el cólera.
Sin embargo, las notas necrológicas de los diarios afirmaban que el autor de “El cuervo” había fallecido debido a congestión cerebral, otra causa bastante prosaica.
Como quiera que haya sido, Poe murió prácticamente en la ruina, olvidado por casi todos y de una forma nada gloriosa.
La suya es un nuevo capítulo de la ingratitud de la vida hacia los escritores geniales.
Auténtico renovador de la ficción corta, poeta de abismos demenciales, apasionado en sus críticas y lúcido en su teorización literaria, Poe fue un autor poliédrico, que nos dejó textos fundamentales como “El gato negro”, “William Wilson” o “Un corazón delator”.
Es el padre del cuento moderno, decantándose por las historias de horror, locura y muerte, su literatura está erizada de narraciones de corte gótico, llena de penumbras y de desgarro, aunque también tuvo tiempo para incursionar en la ciencia ficción y hasta en el humor.
Su obra influyó en miles de escritores y ha reptado a otras artes, en particular el cine.
Muerto el 7 de octubre de 1849, sus honras fúnebres fueron modestas, por decir lo menos. Tan sólo siete, quizás diez personas asistieron a las exequias, que culminaron con el entierro de Poe en el cementerio de Westminster .
Ahora, a 160 años de su muerte, Baltimore decidió organizar un funeral en toda regla para este mítico autor de poemas y narraciones brillantemente oscuras.

viernes, 11 de septiembre de 2009

11-S. La historia resucitada

El siglo XXI se inauguró dramáticamente el martes 11 de septiembre de 2001.
Estupefactos, millones de televidentes acudimos al insólito espectáculo del ataque y caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Asomados a la ventana electrónica, contemplamos el paisaje en ruinas de la superpotencia atacada en su jardín principal.
Sintomático, simbólico, casi alegórico, el derrumbe en cámara lenta del World Trade Center supuso un hachazo al corazón financiero de los Estados Unidos.
La estela de violencia que había sacudido al siglo XX, volvía con la fuerza de un espectro que amenazaba con materializarse nuevamente.
Tras medio siglo de relativa paz mundial, alterada de manera ocasional por conflictos locales, como ocurrió en Corea, Vietnam y Afganistán, el mundo no había vuelto a oír de luchas a escala global.
Por otra parte, el derrumbe del socialismo real en 1989 dejó a los Estados Unidos como la única potencia mundial y al capitalismo como el sistema económico e ideológico dominante.
El mundo parecía encaminarse a un páramo uniforme, homogenizado.
Pero aquella mañana de martes, la historia, aparentemente condenada a ser clausurada, dio un sacudón cuyos efectos aún se sienten.
Más allá de las decenas de teorías conspirativas que han surgido en torno al 11-S, el ataque a las Torres Gemelas convulsionó al mundo.
Miles han muerto desde entonces, en una nueva polarización cuyos orígenes se remontan al siglo VII, cuando el emergente Islam atacó las vetustas y frágiles posiciones del Imperio Romano de Oriente, al que literalmente arrolló y devoró.
De entonces a la fecha, islamismo y cristianismos han conocido diferentes fases de lucha y convivencia, como lo demuestra la España de los siglos VIII al XV: espacio y tiempo de tolerancia y persecución; de fraternidad y de odios exterminadores.
Las Cruzadas quizás fueron el momento de mayor enfrentamiento basados puramente en razones religiosas, aunque los intereses económicos y políticos asomaron sus narices muy pronto.
La lucha desatada entre Occidente y el Islam en el alba del siglo XXI obedece a razones geopolíticas y estratégicas de dominación de los recursos energéticos, que las tierras del Medio Oriente guardan en su interior.
La lucha de civilizaciones, enunciada por Huntington, es sólo una fachada para ocultar la ambición de las sedientas compañías petroleras de Estados Unidos y Europa occidental, que ansían beberse los hidrocarburos que yacen bajo los ardientes desiertos de Irak, Irán y Afganistán.
El 11-S también dejó constancia de los poderosos mecanismos de manipulación, que pueden ser aprovechados para justificar una guerra como la de Irak. Y aunque un sector de la población reaccionó y se sumó a las multitudinarias marchas para detener la guerra, lo cierto es que la pasividad ha acabado por imponerse.
Pero además, el ataque supuso el desencadenamiento de la histeria en la sociedad estadounidense, atizada por la violencia amarillista de medios como Fox o USA Today. A los pasivos del 11-S hay que agregar el exacerbamiento de la xonofobia, en un país de por sí racista.
Sin embargo, la lección más permanente tiene que ver con la reactivación de la historia, entendida como un devenir inagotable, que transforma el espíritu humano, aunque de alguna manera le dio la razón a Clausewitz, quien veía en la guerra a la dínamo de la historia, al anclarse en una continuación de la política.
La historia ha resucitado, así sea para mal.

martes, 18 de agosto de 2009

Taller de Literatura

Antecedentes
La literatura es la forma verbal del arte. Como tal, implica un proceso creativo peculiar, que pone en marcha una serie de mecanismos que incluyen a la imaginación, la memoria, la evocación y la simbolización.
La literatura en sus diferentes géneros aspira a construir enunciados que signifiquen algo más de lo que dicen. Los escritores asumen una postura crítica ante la vida, que por otra parte es su principal fuente de alimentación, en tanto que en un texto literario es un compendio de sentimientos, sensaciones, emociones y valores humanos.
Un escritor suele vaciar en su obra no sólo su experiencia vital, sino la de aquellos que lo rodean, aunque también acostumbra acudir a su bagaje cultural para diseñar sus propuestas creativas.
En esta línea, un taller de literatura invita a sus integrantes a mirarse a sí mismos para obtener un cúmulo de vivencias que pudieran convertirse en temas literarios, pero también los incita a acercarse a los libros no sólo como una inspiración, sino como un modelo a seguir. Un taller de literatura suele formar a lectores atentos, profesionales en su ejercicio lectivo.


Objetivo
Los participantes en el Taller de Literatura realizarán una serie de lecturas, que les permitan conocer los cánones del arte verbal, que a su vez les facilitará el ejercicio creativo de la palabra escrita.
Asimismo, acudirán a su experiencia personal, como una herramienta de conocimiento vivencial que les permitirá acercarse al drama de la existencia humana.
El taller privilegiará a las obras y a los escritores del ámbito iberoamericano, incluyendo a autores regionales y locales, cuyas obras sean significativas o representen un hito en el arte verbal.


Metas
Al concluir el Taller, los participantes habrán redactado una serie de textos literarios, en los que expresarán su particular visión en torno al arte verbal.


Mecanismo de trabajo
Los asistentes al Taller de Literatura realizarán un conjunto de lecturas, a partir de las cuales advertirán las diferentes técnicas de escritura, en los distintos géneros que forman parte del arte verbal. La variedad de mecanismos les permitirá tener una panorámica sobre la creación literaria, con miras a la producción de sus propios textos. De esta manera, las sesiones se dividirán en dos partes:
a) Lectura y comentario de un texto escrito por algún autor que goce de reconocimiento.
b) Presentación, análisis y corrección de textos presentados por los asistentes al Taller.

Se propone la realización de dos sesiones a la semana, con cuatro horas de
duración en total, con la intención de iniciar a quienes tengan un interés en la creación literaria.